martes, 7 de febrero de 2017
La meta
El colchón de lana olía a sudor. Por la contraventana entraba la luz parpadeante de la farola y el aroma a salitre. Simón contaba cada encendido y apagado; en el techo había una mancha. Acababa de llegar. Se cambiaría de pensión, en esta podía oír a las chinches moviéndose en el silencio de la noche.
Días después volvía del puerto con la promesa de un trabajo. Martín, su patrón, era un hombre de piel curtida y manos ásperas, que le había asegurado que ya aprendería el oficio cuando le confesó que nunca había salido a la mar. No tenía donde elegir, se le acababa el dinero que le dio la madre a escondidas, cuando salió de casa, así que aceptó. Mirando las embarcaciones pensó en el padre, de espaldas a la puerta, delante del fuego indiferente, no le dijo adiós, él tampoco, porque ambos eran orgullosos. Habían discutido y esta vez, Simón, sin pensarlo demasiado, aseguró que ya tenía dieciocho años y se iba; el padre había estado de acuerdo con su decisión. Se iba a enterar de lo que él era capaz de hacer.
Pasado un mes la cara de Simón estaba curtida por el sol. Se había convertido en un buen ayudante, que lo mismo cocinaba el rancho, que arreglaba los aparejos o ayudaba al patrón en la pesca. El aire libre, el esfuerzo y el tiempo le habían transformado, tenía el cuerpo fuerte y se llevaba bien con los otros marineros del pueblo. Bajaba a la taberna al volver de la mar y bebía y charlaba con otros marineros. Aprendió con Mara lo que tenía que aprender y desde entonces de vez en cuando se acercaba al burdel y contrataba a alguna de aquellas mujeres complacientes.
Trabajaba mucho y ahorraba todo lo que podía. En el puerto el viejo pesquero de Ferñao El Portugués, se moría poco a poco ya que él hacía tiempo que había vuelto a su país. Era un barquito de eslora inferior a quince metros, de madera, destartalado, roñoso y escasamente equipado, la borda desconchada y los cristales de la cabina destrozados. Cuando reunió lo suficiente para pagar una señal, habló con el portugués y acordaron el precio y el adelanto. Iba a necesitar cinco años para terminar de pagarlo. Cuando estuvo todo firmado se sentó en un noray del puerto y lo miró satisfecho. Lo siguiente fue contratar a Venancio, un muchacho solitario del que nadie se preocupaba. Tres meses después el barquito relucía, recién pintado y con todos los aparejos dispuestos para salir a la mar. Fueron tiempos duros.
Hubo muchas tormentas en las que el agua anegaba la cubierta haciendo desaparecer la embarcación como si se la hubieran tragado las olas. Una fue tan horrible que Simón creyó que acabaría con él, iban a irse a pique y si moría nadie le iba a llorar y entonces, de qué serviría tanto trabajo y empeño.
Se dedicó a pensar, luego hizo cuentas y decidió que podría casarse. Conocía a Marieta desde el día que llegó al pueblo, era la hija del dueño de la taberna del puerto, simpática y trabajadora, tampoco era fea. Tenía las manos ásperas y la mirada mansa, habían tonteado en algún momento, incluso una noche se habían acostado. Sabía que no estaba enamorado pero le pidió matrimonio y ella aceptó.
Enfrascado en esta lucha no pensaba demasiado en sus padres. Su vida en la mar era dura y en su casa simple y rutinaria. Una noche que estaba cansado y deprimido volvió al burdel y conoció a Irina. Se enamoró de ella. Comenzó entonces a vivir una mentira. Pensaba en Marieta, pero deseaba a la polaca y aprovechaba cualquier momento para verla. La vida de Irina había sido dura, por eso se aprovechó de la locura de aquel hombre.
Cuando Marieta tuvo su primer hijo, Simón pensó llevarlo a que lo conocieran sus padres y de paso demostraría al viejo que había sabido ganarse la vida.
Todo el orgullo por su éxito se convirtió en humo cuando supo que el padre había muerto aquel invierno. Siempre pensó que habías fracasado, le dijo la madre, y que por eso no volvías.
Regresó amargado, todo en su vida había tenido un solo propósito y se sentía fracasado. En su tiempo libre merodeaba por el puerto espiando a Irina mientras trabajaba, loco por los celos y desesperado porque su insistencia había conseguido cansarla. Perdió la noción de las cosas, hizo muchas locuras hasta que Marieta, cansada, se fue con el niño y se hundió definitivamente.
En el puerto se acostumbraron a verlo salir de la taberna dando tumbos. Le llamaban Simón Tormenta; a veces alguien contaba su historia a algún recién llegado si se interesaba por él.
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2 comentarios:
Coincido con lo que te ha dicho Carlos en FB. La historia es más grande de lo que cuentas y merecería la pena extenderla más.
Un gusto leerte.
Gracias David, os agradezco los comentarios. Como he dicho había tope de palabras y tuve que borrar bastantes. Pero lo intentaré seguro.
Un abrazo
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