jueves, 30 de junio de 2022

La casa de la higuera

 

 

 


 

 

 

El campo de maíz se extiende hasta donde se funde con el cielo. Cuando llegamos al pueblo aún está verde y poco a poco las mazorcas brotarán amarillas y brillantes. Mis primos y yo entramos a la yosa y nos metemos entre ellas para arrancarles las barbas y hacernos cigarrillos que nos hacen toser. Hay un mundo callado y misterioso en el entorno. Siempre me han gustado esos momentos de soledad, en los que puedes descubrir y admirar cosas que te han pasado desapercibidas. Tengo mi lugar secreto y muy personal en esta casa; subo al camarote, allí huele a manzanas maduras y calor y todo está en silencio. En la pared frontal hay una pequeña ventana y desde ella se divisa todo el Valle y los montes que lo rodean. En los días de tormenta, con los rayos restallando en el cielo, a veces la belleza es tan grande que me hace llorar mansamente. Me asombra que el mundo no se detenga para admirarlo. Esta casa es, desde hace años, nuestro hogar en los meses de verano.

En el jardín, bajo la parra, sentada en su butaca de enea, la abuela lee. Me gusta mirarla porque cuando lo hace, mueve los labios como murmurando y yo me pregunto por qué.  Es una persona dulce y paciente que, a pesar de haber tenido ocho hijos y haber perdido algunos, continua alegre y pícara. Soy su recadista, me gusta tenerla cerca.

-- Pili, sube a mi cuarto y bájame el chal, que está refrescando

--Pilar, ¿me traes las gafas? No sé dónde las he dejado

--Si vas a la higuera tráeme unos higos, hija, que me apetecen mucho. Pero ten cuidado.

Voy y vengo, contenta de serle útil. La casa está perdida en medio del campo, tiene tres pisos. Allí vivieron nuestros abuelos, por eso nos reunimos en ella parte de la familia cuando llega el verano. Tiene un jardín delantero, un paseo bajo una parra enredada en un arco metálico, y en la trasera una huerta con lechugas, tomates y varios árboles frutales. Una caseta hace de garaje y guardamos las bicis. También es donde nos escondemos a hablar de cosas emocionantes y planeamos merendolas en el campo, o bajadas a la playa en una barca de remos, cuando la corriente del río nos empuja al mar.

Yo escribía esto por aquel entonces. Ni siquiera sabía que hacerlo tuviera mayor importancia.  

Algo que pasó más tarde, me hizo comprender que escribir me ayudaba a ordenar mis ideas y a repasar cosas que veía sin darme cuenta.

 

Alejados del ruido de la ciudad, nos bañábamos en la playa y jugábamos a guardias y ladrones por los campos y los bosques. No nos fijábamos en nuestros padres, ellos también parecían divertirse y aprovechar el tiempo de vacación. Por eso nos asustó tanto ver llorar a la abuela con desconsuelo y a sus hijas tratando de consolarla:

--No te preocupes, ama. Enseguida le soltarán ¿de qué van a acusarle?

--Seguro que ha sido un error. No llores que no pasa nada

Pero entre ellos lo que decían era otra cosa. Los niños andábamos por allí, asustados porque algo estaba pasando y eso se notaba mucho. Yo quería saber qué sucedía y me quedaba muy quieta para que no se dieran cuenta de que estaba allí.

--Ha sido esta noche –decía mi aita, gesticulando nervioso—han dado golpes en la puerta a las tantas y la han forzado. Ramón estaba en la cama y no ha tenido tiempo de hacer nada. No le han dejado ponerse más que un abrigo y han desaparecido con rapidez. No sabemos a dónde lo han llevado. He llamado a Gonzalo Peñalver a ver si él puede enterarse de algo.

--Pero ¿qué les han dicho, por qué? –pregunto la tía Flora, que empezaba a llorar

--No dicen nada, hermana, llegan y si estás te llevan. Ya te explicarán después. Eso con suerte.

Aquel verano se acabó todo. Nuestros padres fueron de acá para allá buscando información por medio de amigos del régimen, arriesgándose temerosos. Por fin, al cabo de unos días, un policía, amigo de un amigo, les dijo que estaba en el cuartel de La Salve y que después lo llevarían a Madrid.

--De qué le acusan –le preguntaron

--De comunista. Como a todos los que no piensan como ellos y destacan en algo.

Hablar de la Salve era nombrar al demonio. Los que habían pasado por allí y podían contarlo narraban cosas imposibles de creer en seres humanos.

Mi tío poseía una maravillosa biblioteca, con libros de todas clases, algunos prohibidos que traía cuando viajaba por trabajo, porque tenía una fábrica. Le gustaba la música, protegía a grupos que cantaban canciones del país. Era un bohemio, intelectual. Estuvo siete años en el Dueso. No había hecho nada. Cuando volvió a casa era otra persona, había envejecido muchos años. Apenas hablaba, pero observaba todo y si decía algo era para hacer preguntas. Te miraba fijamente con una atención en el fondo de sus ojos propia de alguien que ha aprendido a guardar silencio. Los niños éramos niños, no entendíamos de política ni podíamos imaginarnos lo que significaba que nuestro tío hubiera desaparecido durante tanto tiempo.

Fuimos creciendo, murió nuestra amama, algunos primos se fueron a terminar los estudios lejos y solo volvieron de visita. Murieron también algunos de nuestros padres y otros, al no estar la abuela, dejaron de venir a la casa, salvo cuando se celebraba alguna fiesta familiar. Crecimos y en el entretanto y a pesar de la vida, aprendimos a bailar, a reír mirando a los chicos y chicas, nos enamoramos locamente, cada verano, bailando Reloj no marques las horas.

La casa sigue ahí, la higuera se murió un día, quizá de pena porque se quedó sola. Y ahora a la Yosa le llaman la Parcelaria.

 

 

1 comentario:

Anónimo dijo...

Me ha gustado mucho la descripción de unos tiempos grises y que, a pesar de todo, “ Crecimos y en el entretanto y a pesar de la vida, aprendimos a bailar, a reír mirando a los chicos y chicas, nos enamoramos locamente, cada verano…”. Estupendo