domingo, 22 de julio de 2018

Cartas












Las venas azules recorrían sus manos como afluentes de un río, se retorcían y bifurcaban y se descomponían en otros menores y finalmente desaparecían entre los dedos. El aire removía las hojas secas dispersas por el suelo. Sentado en el banco miraba sin ver nada, a pesar de la soledad en la que vivía no lograba sentirse solo, al contrario; en casa sentado ante la televisión o en el rincón del sótano donde trabajaba, siempre había alguien hablándole en su cabeza o escuchando lo que él tenía que decirle; a veces utilizaba el idioma de su madre, el que ella empleaba para cantarle canciones para hacerle dormir o para reñirle levantando mucho la voz cuando estaba enfadada. Era extraño porque ya apenas recordaba las palabras y sin embargo podía oírlas claramente y entendía lo que significaban. 

Al anochecer, cuando volvía a casa entraba en la ducha y dejaba que el agua resbalara despacio por su cuerpo, en aquellos momentos se rendía al deseo acuciante de aquella sensación placentera, luego cuando aún estaba mojado y las gotas descendían desde su pelo hasta desaparecer por las comisuras de sus labios, se miraba al espejo y este le devolvía la imagen de un hombre maduro y rechoncho. De vez en cuando se daba permiso para odiarse, eso sucedía cuando miraba hacia atrás y veía sombras en su pasado, entonces resbalaba por las paredes de aquel pozo negro y caía, caía sin llegar nunca al fondo. En esas ocasiones podía sentirse muy solo, tanto que oía el ruido de sus pasos o el siseo de su respiración. Sucedía pocas veces, las más podía vivir rodeado o no de gente sin que nada cambiara. Algunos le llamaban el solitario, solo él sabía que no lo era.

 Kilian apareció en su vida de la manera más inesperada, estaba acodado en la barra del Bernardinos, nunca le había visto antes; tomaron su primera cerveza juntos y pronto se dieron cuenta de que podían hablar de cualquier cosa y eso resultaba muy agradable, así que una tarde le invitó a su casa. Kilian sabía escuchar, miraba con ojos soñadores para hacerlo y sonreía suavemente, de vez en cuando asentía o negaba con la cabeza y cuando hablaba su voz era firme y sus palabras sinceras. Pasados unos dos meses le pidió que se quedara a vivir con él ya que tenía espacio suficiente. Los meses que estuvo en la casa fueron los más felices de su vida. Paseaban por la ciudad, se sentaban en algún banco en mitad de la calle y comentaban los últimos acontecimientos del día. A veces entraban en Bernardinos y pedían el plato del día para comer, otras entraban en el mercado, compraban verduras, frutas y un delicioso pan blanco que a Kilian le encantaba, preparaban la comida en casa y después se echaban la siesta.


Al anochecer jugaban largas partidas de ajedrez o de cartas. En esas ocasiones solían pelearse porque a él le gustaba hacerle trampas para ganarle y reírse cuando le veía tan enojado. Así se dio cuenta de que Kilian debía ser terrible cuando estuviera de verdad molesto. También supo que, sin saber cómo, se había adueñado de su corazón y ya no podía vivir sin él, por eso cuando Kilian le notificó que debía marcharse, algo atravesó su garganta haciéndole perder el aliento. Lo que le había traído a la ciudad había finalizado y ahora debía regresar a su país y a su vida con su familia. Creía estar preparado, habían hablado de este momento algunas veces pero nunca pensó que a su corazón llegara a dolerle de aquella manera.

El sol se ponía tras los sucios edificios haciendo que brillaran como las joyas falsas cuando las enfoca una lámpara en la semioscuridad. Pensó que por sus venas corría sangre roja a pesar de que bajo la piel pareciera azul. Subió el cuello de la chaqueta, estaba refrescando, se acercaba el otoño y ahora oscurecía pronto. Sacó el papel del bolsillo y volvió a leerlo. El mensaje era corto, Kilian no vendría tampoco este año. Quizá pudiera hacerlo después del invierno. Con aquella letra redonda y trabajada le aseguraba que tenía muchas ganas de verle pero le resultaba imposible. Hacía dos meses que no había recibido ninguna noticia suya, él por el contrario le escribía largas cartas a diario contándole los pormenores del día a día. A veces le ganaba el desánimo, pero no podía dejar de hacerlo. Cada palabra que ponía sobre el papel se había recreado primero en su corazón y luego en su cabeza, era la manera de decir a su amigo que seguía echándole en falta y que mientras siguieran escribiéndose él nunca se sentiría solo.

Se levantó del banco en el que tantas veces se sentaron juntos y se dirigió a casa. Agarraba con fuerza el papel arrugado dentro del bolsillo. 

En el tercer piso de la casa de enfrente una mujer miraba a la calle a través del cristal del ventanal. Hacía días que aquel hombre que parecía tan triste y solía sentarse en el banco aunque hiciera frío, no había vuelto. A lo mejor se había puesto enfermo o quizá hubiera salido de viaje.




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