Las venas azules recorrían sus
manos como afluentes de un río, se retorcían y bifurcaban y se descomponían en
otros menores y finalmente desaparecían entre los dedos. El aire removía las
hojas secas dispersas por el suelo. Sentado en el banco miraba sin ver nada, a
pesar de la soledad en la que vivía no lograba sentirse solo, al contrario; en
casa sentado ante la televisión o en el rincón del sótano donde trabajaba,
siempre había alguien hablándole en su cabeza o escuchando lo que él tenía que
decirle; a veces utilizaba el idioma de su madre, el que ella empleaba para
cantarle canciones para hacerle dormir o para reñirle levantando mucho la voz
cuando estaba enfadada. Era extraño porque ya apenas recordaba las palabras y
sin embargo podía oírlas claramente y entendía lo que significaban.
Al anochecer, cuando volvía a
casa entraba en la ducha y dejaba que el agua resbalara despacio por su cuerpo,
en aquellos momentos se rendía al deseo acuciante de aquella sensación placentera,
luego cuando aún estaba mojado y las gotas descendían desde su pelo hasta
desaparecer por las comisuras de sus labios, se miraba al espejo y este le
devolvía la imagen de un hombre maduro y rechoncho. De vez en cuando se daba
permiso para odiarse, eso sucedía cuando miraba hacia atrás y veía sombras en
su pasado, entonces resbalaba por las paredes de aquel pozo negro y caía, caía
sin llegar nunca al fondo. En esas ocasiones podía sentirse muy solo, tanto que
oía el ruido de sus pasos o el siseo de su respiración. Sucedía pocas veces,
las más podía vivir rodeado o no de gente sin que nada cambiara. Algunos le
llamaban el solitario, solo él sabía que no lo era.
Kilian apareció en su vida de la manera más
inesperada, estaba acodado en la barra del Bernardinos, nunca le había visto
antes; tomaron su primera cerveza juntos y pronto se dieron cuenta de que
podían hablar de cualquier cosa y eso resultaba muy agradable, así que una
tarde le invitó a su casa. Kilian sabía escuchar, miraba con ojos soñadores
para hacerlo y sonreía suavemente, de vez en cuando asentía o negaba con la
cabeza y cuando hablaba su voz era firme y sus palabras sinceras. Pasados unos
dos meses le pidió que se quedara a vivir con él ya que tenía espacio
suficiente. Los meses que estuvo en la casa fueron los más felices de su vida. Paseaban
por la ciudad, se sentaban en algún banco en mitad de la calle y comentaban los
últimos acontecimientos del día. A veces entraban en Bernardinos y pedían el
plato del día para comer, otras entraban en el mercado, compraban verduras,
frutas y un delicioso pan blanco que a Kilian le encantaba, preparaban la
comida en casa y después se echaban la siesta.
Al anochecer jugaban largas partidas de ajedrez o de cartas. En esas ocasiones solían pelearse porque a él le gustaba hacerle trampas para ganarle y reírse cuando le veía tan enojado. Así se dio cuenta de que Kilian debía ser terrible cuando estuviera de verdad molesto. También supo que, sin saber cómo, se había adueñado de su corazón y ya no podía vivir sin él, por eso cuando Kilian le notificó que debía marcharse, algo atravesó su garganta haciéndole perder el aliento. Lo que le había traído a la ciudad había finalizado y ahora debía regresar a su país y a su vida con su familia. Creía estar preparado, habían hablado de este momento algunas veces pero nunca pensó que a su corazón llegara a dolerle de aquella manera.
El sol se ponía tras los sucios
edificios haciendo que brillaran como las joyas falsas cuando las enfoca una
lámpara en la semioscuridad. Pensó que por sus venas corría sangre roja a pesar
de que bajo la piel pareciera azul. Subió el cuello de la chaqueta, estaba
refrescando, se acercaba el otoño y ahora oscurecía pronto. Sacó el papel del
bolsillo y volvió a leerlo. El mensaje era corto, Kilian no vendría tampoco
este año. Quizá pudiera hacerlo después del invierno. Con aquella letra redonda
y trabajada le aseguraba que tenía muchas ganas de verle pero le resultaba
imposible. Hacía dos meses que no había recibido ninguna noticia suya, él por
el contrario le escribía largas cartas a diario contándole los pormenores del
día a día. A veces le ganaba el desánimo, pero no podía dejar de hacerlo. Cada
palabra que ponía sobre el papel se había recreado primero en su corazón y
luego en su cabeza, era la manera de decir a su amigo que seguía echándole en
falta y que mientras siguieran escribiéndose él nunca se sentiría solo.
Se levantó del banco en el que
tantas veces se sentaron juntos y se dirigió a casa. Agarraba con fuerza el
papel arrugado dentro del bolsillo.
En el tercer piso de la casa de
enfrente una mujer miraba a la calle a través del cristal del ventanal. Hacía
días que aquel hombre que parecía tan triste y solía sentarse en el banco
aunque hiciera frío, no había vuelto. A lo mejor se había puesto enfermo o
quizá hubiera salido de viaje.
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