sábado, 15 de septiembre de 2018

Todos somos otros
















Aquella fue la primera vez que alguien le habló del pecado o quizá fue cuando comprendió de qué le estaban hablando. El cura la miraba con cara seria y le decía que aquello no debía repetirse, aunque ella, la verdad, no estaba segura de entender nada.

Aquella fue, también, la primera noche que durmió lejos de la familia, en un lugar desconocido hasta entonces, rodeada de gente extraña y de niños que, como ella, lloraban amargamente sin tener cerca a una madre que les consolara.

Aquella fue la primera vez que hizo un nudo con sus sentimientos y aprendió a guardarlos para sí misma poniendo cara de póker. La monja sabía lo que el cura debiera haber mantenido en secreto, por fortuna era una mujer delicada y había sabido dulcificar el asunto. Por entonces comenzó a pensar en cosas que no entendía bien y que no compartía con nadie, se volvió orgullosa, no consentía que le dijeran lo qué tenía o no tenía que hacer. Alguien le dijo que era soberbia y se lo creyó, aunque, en realidad no sabía qué significaba serlo.

La bruma cubría el horizonte y las olas rozaban mansamente la arena de la playa desierta. Por el paseo un hombre corría seguido por su perro y otro preparaba los aparejos para pescar desde la orilla. No era de las que se dejaban llevar por la nostalgia y los recuerdos lejanos, pero aquel día, allí acodada en la valla que separa el arenal y el camino, le asaltaron imágenes que creía olvidadas porque toda su vida las había guardado bajo llave. Los grandes ventanales abiertos al mar, brillantes por el sol de madrugada y negros por las noches, llenos de sombras sospechosas. El ruido de la resaca en invierno azotando la orilla y el miedo por los sonidos nocturnos por los pasillos y salas del sanatorio. Los niños lloraban en la noche, algunas frases consoladoras de alguna de las auxiliares, conseguían devolverles la calma. Con el tiempo se habían acostumbrado a todo aquello y los pequeños no recordaban ya la vida que habían dejado atrás o quizá habían aprendido a defenderse gracias al olvido.

—Olivia Sebastián, baja a enfermería. Marta Regulez acude a recepción tienes visita... Esteban San Juan acude a reconocimiento al despacho del Dr. Del Río

La voz sonaba metálica por el altavoz, de entre el grupo de niños que jugaban bajo los soportales, porque un día más estaba lloviendo, salía uno apresurado camino del edificio central donde pasaban las cosas. Las madres abrazaban a sus hijos, trataban de decirles con pocas palabras y menos tiempo lo mucho que los querían y volvían a explicarles una vez más por qué era necesario que estuvieran allí. Había martes en que les extraían sangre, ellos no sabían nada de análisis ni para qué servía aquello, solo se daban cuenta de que dependiendo de la enfermera, les dolería más o menos la operación. Una vez al mes entraban de uno en uno en una gran sala donde, sentados en un estrado, había varios médicos vestidos con sus batas blancas y con caras muy serias. Les quitaban la ropa y la enfermera les ayudaba a tomar cual o tal postura y los galenos comentaban sesudamente sobre si notaban mejoría o había que cambiar el tratamiento. Un calor terrible subía desde su vientre hasta su rostro que enrojecía por la vergüenza que le producían aquellos ojos fijos en ella. 

También hubo momentos buenos. Las mañanas del verano, la playa vacía y limpia, toda para los niños que la recorrían como un rebaño de ovejas sueltas por el campo. Los botes en la salida de la bocana pescando txipirones y sus luces reflejándose en el agua oscura, las puestas de sol naranjas, los amaneceres transparentes. Los amiguitos, algunas cuidadoras, un médico joven que podía entender el desamparo de aquel tropel de niños alejados de sus casas, algunos llegados de otras provincias y que apenas recibían visitas. 

Como si el tiempo se hubiera detenido, el edificio seguía allí, enfrente del mar como si fuera un reto, su majestuosidad con los muros pintados de un blanco inmaculado, los ventanales de azul y preciosos azulejos decorativos pegados en las paredes, no había desaparecido, muy al contrario ahora era una dama adusta que ha pasado por el quirófano de un médico de cirugía plástica. En realidad ya nada era igual, desaparecieron los niños, ya no necesitan sanatorios porque la ciencia ha dispuesto otros métodos para curarlos. Ahora las enormes terrazas acogen a personas mayores, algunas muy mayores que, en sus camas con ruedas buscan fuerza nueva en la brisa marina, el calor del sol, los alimentos sanos y el cuidado de profesionales de alta cualificación.

Todos somos otros.






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