Aquella fue la primera vez que alguien le
habló del pecado o quizá fue cuando comprendió de qué le estaban hablando. El
cura la miraba con cara seria y le decía que aquello no debía repetirse, aunque
ella, la verdad, no estaba segura de entender nada.
Aquella fue, también, la primera noche que
durmió lejos de la familia, en un lugar desconocido hasta entonces, rodeada de
gente extraña y de niños que, como ella, lloraban amargamente sin tener cerca a
una madre que les consolara.
Aquella fue la primera vez que hizo un nudo
con sus sentimientos y aprendió a guardarlos para sí misma poniendo cara de
póker. La monja sabía lo que el cura debiera haber mantenido en secreto, por
fortuna era una mujer delicada y había sabido dulcificar el asunto. Por
entonces comenzó a pensar en cosas que no entendía bien y que no compartía con
nadie, se volvió orgullosa, no consentía que le dijeran lo qué tenía o no tenía
que hacer. Alguien le dijo que era soberbia y se lo creyó, aunque, en realidad
no sabía qué significaba serlo.
La bruma cubría el horizonte y las olas
rozaban mansamente la arena de la playa desierta. Por el paseo un hombre corría
seguido por su perro y otro preparaba los aparejos para pescar desde la orilla.
No era de las que se dejaban llevar por la nostalgia y los recuerdos lejanos,
pero aquel día, allí acodada en la valla que separa el arenal y el camino, le
asaltaron imágenes que creía olvidadas porque toda su vida las había guardado
bajo llave. Los grandes ventanales abiertos al mar, brillantes por el sol de
madrugada y negros por las noches, llenos de sombras sospechosas. El ruido de
la resaca en invierno azotando la orilla y el miedo por los sonidos nocturnos
por los pasillos y salas del sanatorio. Los niños lloraban en la noche, algunas
frases consoladoras de alguna de las auxiliares, conseguían devolverles la
calma. Con el tiempo se habían acostumbrado a todo aquello y los pequeños no
recordaban ya la vida que habían dejado atrás o quizá habían aprendido a
defenderse gracias al olvido.
—Olivia Sebastián, baja a enfermería. Marta
Regulez acude a recepción tienes visita... Esteban San Juan acude a
reconocimiento al despacho del Dr. Del Río
La voz sonaba metálica por el altavoz, de
entre el grupo de niños que jugaban bajo los soportales, porque un día más
estaba lloviendo, salía uno apresurado camino del edificio central donde
pasaban las cosas. Las madres abrazaban a sus hijos, trataban de decirles con
pocas palabras y menos tiempo lo mucho que los querían y volvían a explicarles
una vez más por qué era necesario que estuvieran allí. Había martes en que les
extraían sangre, ellos no sabían nada de análisis ni para qué servía aquello,
solo se daban cuenta de que dependiendo de la enfermera, les dolería más o
menos la operación. Una vez al mes entraban de uno en uno en una gran sala
donde, sentados en un estrado, había varios médicos vestidos con sus batas
blancas y con caras muy serias. Les quitaban la ropa y la enfermera les ayudaba
a tomar cual o tal postura y los galenos comentaban sesudamente sobre si
notaban mejoría o había que cambiar el tratamiento. Un calor terrible subía
desde su vientre hasta su rostro que enrojecía por la vergüenza que le
producían aquellos ojos fijos en ella.
También hubo momentos buenos. Las mañanas del
verano, la playa vacía y limpia, toda para los niños que la recorrían como un
rebaño de ovejas sueltas por el campo. Los botes en la salida de la bocana
pescando txipirones y sus luces reflejándose en el agua oscura, las puestas de
sol naranjas, los amaneceres transparentes. Los amiguitos, algunas cuidadoras,
un médico joven que podía entender el desamparo de aquel tropel de niños
alejados de sus casas, algunos llegados de otras provincias y que apenas
recibían visitas.
Como si el tiempo se hubiera detenido, el
edificio seguía allí, enfrente del mar como si fuera un reto, su majestuosidad
con los muros pintados de un blanco inmaculado, los ventanales de azul y
preciosos azulejos decorativos pegados en las paredes, no había desaparecido,
muy al contrario ahora era una dama adusta que ha pasado por el quirófano de un
médico de cirugía plástica. En realidad ya nada era igual, desaparecieron los
niños, ya no necesitan sanatorios porque la ciencia ha dispuesto otros métodos
para curarlos. Ahora las enormes terrazas acogen a personas mayores, algunas
muy mayores que, en sus camas con ruedas buscan fuerza nueva en la brisa
marina, el calor del sol, los alimentos sanos y el cuidado de profesionales de
alta cualificación.
Todos somos otros.
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