(Gastronomía)
Había treinta grados ese día y yo me
preguntaba quién me había mandado a mí participar en aquel concurso, al aire
libre y a pleno sol. Bacalao al pil pil, media hora moviendo la cazuela sin
parar. Pero cómo decirle que no a Pepote, que me miraba con ojos suplicantes
pidiéndome que participara con él porque mi receta tenía éxito. Él se
encargaría de todo lo demás.
Me lo propuso a la salida del colegio en el
que doy clases. Cuando le vi, miré a todos lados a ver a quién estaba
esperando. ¡Ay señor, si era a mí! El corazón empezó a palpitarme velozmente.
Pepote era el chico diez de todos los grupos. Y además era sencillo, simpático
y muy generoso. De los que te llevan la bolsa si pesa, o te ceden el paso. Esas
cosas que ya no se llevan. A causa de lo del concurso comenzamos a vernos a
diario. Planeábamos lo que necesitaríamos, cómo debía ser el bacalao, si grueso
o si fino. El aceite especial, una buena cazuela y aprovechábamos también para
bañarnos en el mar, porque era agosto y estábamos de vacaciones. Como ya he
dicho el día del concurso hacía treinta grados. Los fuegos estaban en un pinar
algo pelado, lo que significaba que había poca sombra. Mesas de madera, bancos
corridos y gente preparando su receta particular, aspirando a ganar el primer
puesto.
Nosotros también. El mantel de hule y los
platos sobre la mesa y cerca del fogón la botella de buen aceite y los trozos
de bacalao desalados y en su punto. La cazuela de barro cerca de la parrilla,
esperando la salida como un tren en la estación. Comenzamos por una fritada de
ajos que reposó en un bol a la espera de su hora triunfal sobre el pil pil. El
aceite templado, ni muy caliente, ni poco, el bacalao con la piel hacia arriba
y ¡a moverse! Alguien me acercó un vaso con vino, lo olfateé como si entendiese
de caldos riojanos y lo probé encantada. Sin parar de mover la cazuela, eso sí.
Olía a pino y mar, todo el mundo estaba contento, se escuchaba a algunos cantando
a coro y a los niños gritando y corriendo de un lado a otro. Mi salsa ya había
cuajado y tenía un aspecto magnífico, los trozos del bacalao bailaban en medio
del mejunje y yo estaba encantada.
Recuerdo que, para celebrar nuestro trabajo
bien hecho, Pepote sirvió otros tragos.
— Yo también quiero —dije
¿Por
qué no me había dado a mí? Nuestros amigos, que estaban comiendo chorizo y
tortilla de patatas como aperitivo, me miraban y se reían, pero ninguno me
pasaba un vaso. No me lo podía creer. Me serví yo misma uno de vino blanco, que
estaba fresquito. No necesitaba a nadie, pensé algo picada. Esta vez se miraban
unos a otros de esa manera. Pepote señaló el reloj en su muñeca y dijo: Son ya
las dos, hay que presentar el guiso
.
Muy dispuesta, tomé una bayeta, agarré la
cazuela e intenté limpiarla bien para que tuviera buen aspecto. Coloqué los
ajitos dorados por encima e intenté levantarla.
— ¡Quieta! —gritó Pepote asustado— ¡ya la
llevo yo!
Demasiado tarde. Mi precioso bacalao cayó
sobre la pinaza decorándola con un delicioso color verde muy pálido. Olía
estupendamente. Yo estaba como fulminada por un rayo. Luego asimilé lo que
había pasado y me puse a llorar. Las lágrimas rodaban por mis mejillas de
manera incontenible ¿por qué, por qué? ¡Qué tontamente! Luego miré a los demás.
Sus caras eran un muestrario de consternación y sorpresa. Entonces comencé a
reír. Si había llorado con todas mis fuerzas, ahora me reía sin control, las
lágrimas se mezclaban con mis mocos y tenía que sujetarme para no caer yo también.
Finalmente me senté en uno de los bancos y seguí riendo y llorando. Exactamente
lo mismo que hago siempre que he bebido demasiado.
Presentamos la cazuela, algunos trozos del
pescado llevaban pinaza e incluso algo de arena de la duna, no sé qué pensaría
el jurado, tal vez que era una receta de la nueva cocina. Desde luego no nos
dieron el primer premio... Y Pepote se fue con Kuka mi amiga de toda la vida.
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