lunes, 22 de septiembre de 2014

Arriba, en la casa de Mari






Imagen de la Red  a la que he añadido música



    A Izarne le gustaban las mañanas de niebla y rocío, los picos de los montes cubiertos de nubes y la cueva desde la que Mari cuidaba del Valle. Aún de madrugada avivaba los rescoldos de la noche, colocaba cuidadosamente pequeñas estacas de madera seca y los leños gruesos, luego disponía sobre la parrilla las piedras lisas que, una vez calientes, templarían la leche del desayuno. Dejó sobre la mesa el tazón humeante para Izaro y salió fuera a tomar el suyo mirando hacia el cielo. Según estuviera este, decidiría la labor a hacer aquel día.

    Las ventanas del caserío necesitaban una mano de pintura, pensó, la humedad iba agrietando la madera y dentro de poco se pudriría si no se hacía algo. Suspiró y se dirigió al establo a ordeñar las vacas. ¡Había tanto que hacer! La vida empezaba a asomar abajo, en Mendigorri, la aldea a la que pertenecía el caserío Landetxe, la casa de su familia generación tras generación.  Izaro y ella apenas bajaban al pueblo, solo para vender la leche, quesos, huevos y otros productos de su trabajo y comprar lo que no podían conseguir con él. No eran bien recibidas en la aldea, las miraban con prevención y se volvían al verlas pasar haciendo comentarios en voz baja. Cuando volvía a casa una mañana, un hombre se acercó a Izarne, agarró las riendas de la mula y paró el carro y le dijo: Voy a darte a probar eso que no quieres y verás cómo te va a gustar, matxorra.

      Izaro, desde que su hermano emigró a las Américas, siempre había vivido sola en su casa, arriba en los pastos. Era de pocas palabras y firme como una roca. Para cuando el padre de Izarne murió, ellas ya estaban enamoradas. No lo pensaron mucho, sabían que aquello era amor y que no había ningún mal en él.  En el pueblo se hablaba y hablaba y pronto se extendió el rumor de que había algo pecaminoso en su convivencia. Aisladas de todo ignoraban aquellas murmuraciones, ocupándose de sacar adelante el caserío, ahora que estaban solas. Vendieron algunas vacas y ovejas, cambiaron el mulo por una mula dócil y más manejable y redujeron los cultivos en la huerta. De esa manera la vida seguía siendo dura pero podían atender sus obligaciones.

    Cuando llegó la primavera Izaro subió a los pastos con el ganado, se quedaría unos días en su casa y una vez acomodados los animales, regresaría a Landetxe. Le gustaba volver a su hogar, sentada en la puerta podía ver cómo se ponía el sol al anochecer. Pasarían allí parte de la primavera y el verano.  Entre tanto Izarne trabajaba en la huerta sembrando y cuidando los bancales. Allí estaba aquel día, inclinada sobre la tierra. Por eso no le vio llegar. Tampoco pudo verle la cara, solo sintió sus manos rodeando su cintura y el calor de su aliento en la oreja al decirle: Así que te gusta yacer con mujeres ¿eh? Seguro que nunca has probado un hombre, pero eso lo voy a remediar yo enseguida. De un empujón la obligó a arrodillarse sobre los surcos, le sujetó los brazos a la espalda con una mano y con la otra le levantó el vestido. Con la cara hundida en la tierra, forcejeando para desasirse, Izarne apenas podía respirar. Mientras se subía la cremallera del pantalón, le dijo: ¡Dios os está mirando y os castigará, no lo olvides! Quedó tendida en el campo, incapaz de moverse y sin poder llorar. Una rabia inmensa fue adueñándose de su corazón. Cuando levantó la cabeza el hombre corría cuesta abajo y no pudo verle la cara. Miró entonces a la cima del monte, lanzó un alarido desgarrador y gritó desesperada: ¡Justicia, Madre!

    Fue difícil contener a Izaro cuando lo supo. Consiguió convencerla de que saldrían perdiendo siempre si se enfrentaban al pueblo. Cuando se dio cuenta de que esperaba un hijo creyó morir. Avergonzada, como si fuera culpable de algo, se lo comunicó a su amiga sin poder mirarle a los ojos. Hablaron sobre qué debían hacer. Conocían las viejas hierbas usadas siempre para deshacer embarazos no deseados, dudaron y finalmente, decidieron que aquella criatura sería lo único bueno de todo aquello. En pleno invierno nació un niño, al que llamaron Ustekabeko, porque así había llegado a sus vidas, sin esperarlo. Beko se criaba feliz, tenía todo lo que necesita un niño, vivía un poco salvaje pero rodeado de amor.

    Dos inviernos después de nacer el pequeño, Izarne cayó enferma, las hierbas y cataplasmas que siempre les habían servido, en esta ocasión no hicieron efecto, cuando vieron que el tiempo pasaba y más que mejorar empeoraba, decidieron ir a la aldea a visitar a Jokin Aperibai el físico. Los vecinos las vieron llegar sorprendidos, hacía mucho que no bajaban juntas al pueblo, pero mayor fue la sorpresa cuando vieron que llevaban con ellas  un niño pequeño.

  Fue un catarro que no curaba. Izarne se recuperó pronto y volvió a la vida rutinaria. Pero ya en el pueblo se rumoreaba sobre la procedencia de aquel niño. Entre los más viejos volvieron a tomar cuerpo las antiguas supersticiones, aquel debía ser hijo del mal. Lo habrán engendrado en alguna ceremonia sacrílega, decía el cura desde el púlpito, asegurando que no podía permitirse que una criatura viviera alejada del temor de Dios. ¡Habrá que saber qué cosas horribles suceden allí!  Vociferaba. Pero para sí mismo pensó: Debo subir a Landetxe.

De la Red

   Con una vara en la mano Izarne azuzaba a las vacas para que volvieran a los pastos. Regresaban del río, donde habían ido a beber agua. En ese momento un hombre subía trabajosamente la cuesta que llevaba al caserío. Cubrió sus ojos con la mano, a modo de visera, cuando estuvo más cerca reconoció al cura.

    El niño está arriba en la majada, contestó Izarne a su pregunta, Izaro está acomodando las ovejas para pasar el verano y no bajarán en unos días. ¿Para qué lo quiere ver usted?

   Escuchó atentamente las explicaciones del cura, la voz del aquel hombre le resultaba familiar. El corazón le dio un vuelco cuando se le acercó amenazante y le dijo: Aquí vive en medio del pecado y la indecencia. Me lo voy a llevar. A punto de caerse, repitió que el niño no estaba y que volviera otro día.

    Se desplomó en el suelo y comenzó a temblar ¡querían llevarse a su hijo! golpeó la tierra con los puños y maldijo a aquel pueblo ignorante. Y sobre todo maldijo a aquel hombre que venía hablando de Dios y de pecado sabiendo que aquel niño era hijo suyo. Luego se puso en pie y casi arrastras subió a la montaña y con los puños cerrados mirando hacia la cueva gritó: ¡Madre, madre ¿dónde estás? me prometiste justicia ¿esto es pues lo que tu entiendes por ella? Tendida boca abajo sobre la roca lloró hasta quedar exhausta. Luego se sentó y dejó su mente vacía para no sentir nada.

    Cuando volvieron Izaro y el niño encontraron a Izarne extrañamente serena y callada. Esta logró convencer a su amiga de que volviera a los pastos porque iba a acercarse una tormenta y convendría poner a los animales a cubierto. Llévate a Beko, subiré pronto, le dijo. Cuando se fueron se sentaba a la puerta de la casa, mirando al camino, esperando a que aquel hombre volviera.

    Atardecía cuando le vio venir. ¿Buscas a tu hijo? le espetó con tanta dignidad que el cura la miró sorprendido. No está, sigue en la majada, si quieres verlo tendrás que subir allí y desde luego, no te lo llevarás nunca. ¡Mujer loca! le dijo espantado ¿Qué dices de mi hijo? Yo no tengo hijos soy un hombre de Dios.

    Le miró con tanto desprecio que el cura se sintió pequeño, como si ella estuviera subida a un pedestal desde el que le maldijera. Sintió vergüenza y miedo, el viejo pecado volvía a él para seguir atormentándole. Se hacía realidad la sospecha de que aquel niño era el fruto de su mala acción. Si quieres verle sígueme, pero no te le acerques, dijo entonces ella.

    Treparon por los riscos rápidamente, el sol iba bajando poco a poco buscando la complicidad de la montaña para desaparecer por completo. Cuando la luz era ya difusa Izarne se detuvo a la entrada de la cueva y dijo en voz baja: Mari, me lo debes. Y luego volviéndose hacia el hombre susurró: está ahí dentro, al fondo, con Izaro, entra, pero no se te ocurra hacerle daño o llevártelo, porque te las verás conmigo. Lo acompañó casi hasta el fondo y cuando ya no pudo verlo, salió al camino y siguió subiendo sola hacia la majada para llegar antes de que anocheciera del todo.

   Grupos de hombres del pueblo lo buscaron por todas partes, incluso llegaron hasta la cueva de Mari, aunque pocos se atrevieron a entrar en ella, hasta que, rendidos a la evidencia lo dieron por desaparecido. Durante mucho tiempo se habló de lo extraño de aquella ausencia, hubo muchos comentarios, unos decían una cosa y otros otra diferente, hasta que todo se fue olvidando.

    Cuando hubo pasado todo, Izarne subió a la cueva de la Diosa, iba vestida con su traje blanco, destinado para las grandes ocasiones, en la cabeza una corona de flores silvestres y en sus manos una cesta llena de nueces, castañas, avellanas y una vela encendida en el centro. Penetró hasta el fondo y se asomó a la sima, de la que brotaba un aire helado. Gracias dijo. Desde la profundidad el pozo le devolvió el eco de sus palabras: ¡Gracias... gracias! y entonces lanzó al fondo el contenido de la cesta, escuchó atenta como caían y caían sin encontrar el fondo.  Luego volvió a casa.

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