Se miró, una vez más, en las
aguas transparentes. Como siempre vio en ellas reflejarse las copas de los
árboles, las luces y las sombras y el cielo azul, despejado y sereno, y pensó que
todo era muy hermoso. Ya lo sabía, pero le gustaba mirarse de vez en cuando y
comprobar que, a pesar del paso del tiempo y de todas las vicisitudes de la
vida, ella aún seguía viéndose juvenil y llena de encanto.
Siguió caminando, como todos
los días, aquella marcha suya no tenía fin. A veces le resultaba ya cansada y
cada vez más a menudo, se encontraba pensando en que le gustaría cambiar de
ruta y llegar a sitios que no había visitado nunca. Conocía al dedillo cada
hueco, cada luz, cada viento, lo había visto y sentido tantas veces todo, que
ya no podía soportar aquella rutina.
Suspiró resignada. ¡Pero
tenía compromisos y obligaciones con tanta gente a la que ni siquiera conocía! Ya,
ya lo sabía, soñaba con un imposible. Las cosas eran como eran y lo habían sido
desde el primer día, allí en el principio de los tiempos, cuando todo era un caos
y cada uno buscaba su lugar en la inmensidad del espacio. Por eso, a veces
lloraba incansable, desbordada, hasta inundarlo todo, o juraba con palabras
soeces hasta conseguir que todo se conmoviera y se agitara convulsamente. Estaba
harta y encima le tocaban las narices pretendiendo que le hacían cosquillas,
cuando en realidad la estaban matando poco a poco, con una inquina enorme, como
si la odiaran, a ella que estaba allí para ellos y les daba todo lo que
necesitaran cuando lo necesitaran. Definitivamente: algo tendría que hacer
costara lo que costase. Por eso empezó a maquinar; se le ocurrían cosas horribles
para ellos, cosas que, sin embargo, a ella podrían sacarla de aquel
aburrimiento. Reconocía que algunas eran muy salvajes, ya lo sabía. Pero
resulta que eran las que más le gustaban. ¿Por qué tenía que pensar en nadie?
¿Quién pensaba en ella? A lo mejor algunos cambios vendrían bien a toda aquella
tropa de inconscientes que no se preocupaban del presente y mucho menos del
futuro.
Maduró la idea durante mucho
tiempo. Un día decidió que ya era hora de hacer algo; al día siguiente se echó
atrás pues le entró miedo y también remordimiento y pena porque no sabía cuáles
serían las consecuencias. ¿Cómo sabía ella que lo que pensaba hacer no iba a
resultar en un desastre? No podía precipitarse porque sus decisiones atañían a
muchos, no solo a ella. Y, por otra parte ¿sabría arreglárselas sola, lejos de
lo que había sido su vida hasta entonces, lejos del compañero que siempre la
había atraído, la había dado calor y hasta diría que la había gobernado?
Miró de nuevo en el fondo de
un río, esta vez las aguas eran claras y transparentes, pero en ellas seguía
reflejándose el cielo y al fondo podían verse pececillos plateados que bailaban
contra la corriente. Ya estaba, iba a hacer lo que quería, necesitaba libertad
y si seguía así nunca la conseguiría.
Temblaba solo de pensar que
por fin podría salir de aquella rutina que la obligaba a girar y girar siempre
en la misma órbita, siempre alrededor del mismo sol que quemaba y abrasaba todo
dependiendo de por dónde andaba. Iba a arriesgarse sin pedir opinión a nadie,
ellos tampoco le pedían a ella la suya cuando la agujereaban, explotaban bombas
en su interior, cortaban sus hermosos árboles y otras burradas aún peores. En
la próxima vuelta daría un salto y se apartaría del sol, se alejaría un poco de
él y buscaría otra órbita por la que caminar de nuevo... o tal vez cambiaría a
menudo de camino y por fin haría lo que le daba la gana.
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