(NW Tema abuelos)
Cuando se
fue a Canadá, Ramón Ribagorza tenía veinte años. Se había metido en líos
políticos en la Universidad y pensó que cambiar de ambiente le vendría bien. No
había sido fácil: el idioma, el clima, pero los años habían pasado volando.
Ahora con cincuenta volvía a casa, a poner en orden los asuntos de su familia.
Al pueblo de
sus abuelos se llegaba por una carretera que serpenteaba y desembocaba en un
valle verde y húmedo, de árboles y casas blancas. Las calles que llevaban al
río aún eran empedradas, la Plaza donde se ubicaba el edificio del Ayuntamiento,
estaba adornada con grandes macetones de madera llenos de flores. Ramón aparcó
el coche y echó una ojeada por el entorno. No se parecía en nada al recuerdo
que guardaba en su memoria. En la esquina, frente a la Iglesia, la taberna de
Ángeles la del sacristán seguía abierta. No era ella, sino su nieto el que
llevaba ahora el negocio, pero no había demasiados cambios en la decoración. El
café seguía estando muy bueno.
Comentó en
el bar que iba a vender la casa de sus abuelos, antes de que se cayera, por si
algún vecino estaba interesado en ella, aunque le avisaron que cada vez había
menos vecinos en el pueblo, luego tomó el camino que llevaba al cementerio,
tendría que pasar por delante de él para llegar a la casa. En el camposanto tampoco quedaba nadie, lo habían
trasladado de lugar. Habían pasado mucho miedo en su infancia cuando debían
pasar por allí para volver a casa, después de una noche de verbena. Entre los
cipreses, eucaliptus y pinos parecían rondar los espíritus de los que reposaban
allí.
Olía a
húmedo al abrir el portón de la casa. Lo que fue el establo se transformó
después en un portalón con bancos de piedra, adosados a las paredes., allí jugaban
los días lluviosos. Subió las escaleras se llevaban al piso. Abrió la puerta
que, desde el descansillo daba acceso a la huerta. Se sentó en los escalones.
La imagen del abuelo Pablo se hizo real en su memoria: decidido, humilde, con
ojos cansados y sonrisa fácil Siempre estaba ocupado haciendo algo. Trabajaba aquel
huerto primorosamente y a él le gustaba ayudarle. Le gastaba bromas con las
zanahorias simulando la nariz de Pinocho, o recogía su boina para simular que
era Popeye. A la vez cortaba una lechuga o sacaba de la tierra unas patatas que
depositaba en una carretilla chica y Ramón lo llevaba orgulloso a la cocina
para que la abuela lo arreglara para comer.
En aquellos
veranos, encorvado sobre los surcos, le hablaba de la tierra a la que
pertenecían, de las viejas costumbres, del amor a la naturaleza, de la buena
convivencia con los vecinos, de la responsabilidad como ciudadanos. Cuando la campana de la iglesia daba las doce,
el abuelo se quitaba la boina y permanecía quieto unos momentos. En la época de
los higos su abuelo recogía en un pañuelo media docena y los reservaba para su
mujer. Eran los más maduros. Cuando se los daba, ambos se miraban como si
acabaran de conocerse.
Ella era
alta y delgada, de piel muy blanca y ojos azules. Hablaba poco, pero abrazaba
mucho, su voz era dulce, pocas veces se enfadaba, si lo hacía no necesitaba
levantarla, porque todos reconocían su mirada de los días revueltos. La abuela
Vicenta era una gran cocinera, le gustaba y pasaba horas preparando todo lo que
pudiera gustarles. Para el desayuno, leche caliente recién ordeñada y talo
hecho con harina de maíz en la chapa de leña. Platillos de nata fresca con azúcar
acompañaban al resto. Al abuelo le gustaba bendecir la mesa, pero como en el Ángelus,
solo permanecía en silencio unos segundos y no sabíamos si había rezado o no.
Yo quería ser como él, imaginaba que llevaría una boina como la suya y sabría
las respuestas a todas las preguntas y tendría una mujer silenciosa que me
miraría con admiración y amor.
Pero estos eran otros tiempos y él ya se había divorciado y no tenía hijos. Pronto, aquel lugar desaparecería, alguien tiraría la casa para hacer una nueva y más moderna y viviría en ella sus propios recuerdos del mañana.
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