viernes, 10 de junio de 2016

Puerto Gavua



Redwriters Tema: Las puestas de sol nunca son románticas









Esa noche habría tormenta, pensó Raúl, lo decían los expertos meteorológicos y los nubarrones que se acercaban por el este.  Miraba a lo lejos desde su atalaya privilegiada; el horizonte naranja y azul se reflejaba en sus ojos dándoles color de fuego.
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Puerto Gavua, decía el cartel a la entrada del pueblo, setecientos treinta habitantes.
Llegó allí como podía haber ido a otro lugar. Aquel día dejó el coche en el aparcamiento de la plaza, entró en un bar y pidió una cerveza en botellín. Con él en la mano caminó hacia el puertito pesquero. En alta mar una constelación de pequeñas embarcaciones trataban de pescar calamares. En tierra, tres mujeres repasaban las redes, charlando animadamente.  La playa era de arena fina y algas marcando el borde del agua. A una distancia, sobre un acantilado, brillaba un faro blanco que resaltaba contra la luz del sol y el azul del mar.

Al volver al coche vio el anuncio en la puerta del Ayuntamiento: Se necesita Farero, interesados presentarse en la Secretaría. Una idea le vino a la cabeza, después de darle vueltas se dijo: ¿Y por qué no? ¿Qué más daba aquí o en otro lugar? No sabía lo que hacía un farero, pero seguro que no sería tan difícil y estaría en un lugar tranquilo y sin complicaciones. Explicó al Secretario que tal vez no se quedara mucho tiempo, no pareció importarle. No había más aspirantes.

Al cabo de cinco meses había aprendido a distinguir los movimientos de las mareas y estudiaba los misterios que decían se ocultaban en los acantilados, las idas y venidas de los pescadores cuando salían a la mar y quién era el dueño de cada barca. También hubo días y noches de grandes olas, de espuma blanca, de distintas direcciones de las corrientes y de tormentas, marejadas y resaca. La mar era con frecuencia peligrosa, atractiva e incluso podía resultar aburrida. El faro en medio de la noche semejaba una larga mirada que rodaba sobre las aguas iluminando el horizonte. Raúl no dormía, debía mantenerse alerta y otear las aguas, después, el resto del día le pertenecía.  Al anochecer el sol y el faro se miraban desafiantes, uno desapareciendo tras las aguas, el otro dispuesto a reemplazarlo hasta el nuevo día.

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Aquella noche hacía mucho calor, el aire se había vuelto pesado y traía aroma a agua de lluvia. La puesta de sol iba a ser preciosa, a través de los prismáticos vio la sombra del mercante que cruzaba el horizonte en dirección al Este, no le perdió de vista hasta que desapareció del todo. El ocaso pintaba de dorados el agua, resultaba tan hermoso que casi hacía llorar pero, allí donde todos se emocionaban, él debía vigilar por si algún barco se encontraba en peligro.
Un año después era un hombre feliz, un farero avezado y estaba a punto de publicar Las puestas de sol nunca son románticas, su cuarto libro.

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