Las calles del barrio estaban
llenas de vida en aquel tiempo, algunas señoras sacaban las sillas de enea y
sentadas a la fresca zurcían, hacían punto o simplemente charlaban de sus cosas
con las vecinas. Toda aquella zona había crecido de manera vertiginosa en poco
tiempo, las viviendas eran humildes, algunas de protección oficial y siguiendo
calle arriba, incluso empezaban a verse pequeñas casuchas hechas rápidamente,
otras con los cimientos y el techo echado y sobre él un arbolillo que se mecía
con la brisa. Decían que si la casa tenía techo y cimientos ya no podía tirarla
abajo la autoridad. Aún más arriba, trepando por las laderas del monte,
chabolas de todas clases había brotado como hongos en el bosque. Todo aquello
era el precio de la industrialización. Aún había vacas u ovejas pastando por
las campas, pero cada vez menos. Ahora había más asnos. También mujeres
tendiendo la colada detrás de sus casas y el humo brotando por las chimeneas,
lo que dejaba en el aire aromas a madera, carbón y comida.
Aquel era el camino más común
para subir a cualquiera de los montes que rodean la ciudad y todos los
montañeros lo seguían para llegar a Arraiz, quizá a Pagasarri y los más
aguerridos hasta Ganekogorta. A mitad de camino había un hermoso caserío,
convertido en txakolí en el que se hacía una parada. Pero la primera de todas
era la de la fuente de Iturrigorri. Se trataba de un caño hecho con una teja de
la que manaba el agua que bajaba del monte. Agua ferruginosa que dejaba todo
marrón y que sabía a metal. Nadie pasaba de largo por allí y aunque luego te
diera dolor de tripa, beberla era una obligación. Atravesando por la fábrica de
gaseosas Iturrigorri, aquella de las preciosas botellas de cristal esmerilado
con bonitos dibujos que, si tenías la suerte de tener una, la llevabas de
cantimplora para el camino o al colegio con el café con leche del desayuno
cuando ibas a misa y a comulgar, porque solo podrías tomártelo después del gran
momento, ya que no se podía comer ni beber nada desde las 12 de la noche
precedente.
Si la excursión era a Arraiz se
tiraba a la derecha, no era demasiado alto y se llegaba pronto. Arriba Agustina
la del refugio, te preparaba unos huevos fritos de primera, recién cogidos del
nido, aún calientes, y unos filetes de lomo adobado del txarri de la matanza
del año. Y aquellos vasos de leche recién
ordeñada y hervida en el caldero al fuego bajo. Los expertos subían a
Pagasarri, 700 m. de altura hechos en un recorrido exigente pues el desnivel
sube rápido. Arriba la cruz de hierro, la que mira a la ciudad y vigila a las
zorginak y gauekok para que no lleguen a sus calles de noche y se lleven a los
jóvenes que trasnochan. Después, en el refugio un bocadillo de tortilla o
filete albardado y una naranja para calmar la sed del camino. Los muy
esforzados suben hacia Ganeko 1000 m. a perderse en los bosques solitarios y
disfrutar de la paz de la naturaleza.
Era una tradición y lo sigue
siendo: el primer día del año, hayas bebido, comido, trasnochado... los
montañeros suben a Pagasarri y brindan juntos por el año nuevo.
La fuente de Iturrigorri está así
ahora. Nada que ver con lo hermosa que era, pero todavía se conserva y aún mana de
ella agua ferruginosa.
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