miércoles, 8 de abril de 2020

Un regalo inesperado















Caminaba ligero para no perder las buenas costumbres, iba a comprar pan, porque era preciso tener una razón para vestirse y salir a la calle. Le costaba levantarse pero también le costaba quedarse en la cama una vez que se había despertado. A través del ventanal del bar de Stefan las cabezas de sus amigos asomaban por encima del dibujo del cristal opaco. Otra vez iba a ser el último en llegar.

— ¡Vamos Pedro, date prisa! Ya hemos comenzado la asamblea, estamos hablando de si a los setenta somos o no unos viejos —Pablo señalaba la silla con la mano— Yo digo que eso era antes, en la época de nuestros padres, ahora míranos a nosotros. Estamos estupendos

— ¡Bueno, bueno! tampoco es para tanto, a nuestra edad todo o casi, está ya hecho.

Pedro les observó pensativo, seguramente tendrían razón, pero él tenía su propia opinión que variaba según el día y la hora. Allí estaban sentados en la misma mesa de todos los días, en el bar de siempre, tomando su café cortado, Enrique con leche, Pablo descafeinado y Esteban hoy un té porque había pasado mala noche. Sin variación una semana tras otra, un mes y un año. Luego haría la compra y la subiría a casa, como todas las mañanas. Leería el periódico aunque no le gustara lo que decía y llamaría a la residencia para preguntar por su hermana que ya no le reconocía cuando iba a verle.

Pero ahora tenía algo nuevo que hacer y por primera vez desde hacía mucho tiempo se sentía útil para alguien. Elvira, su vecina del cuarto piso, justo debajo del suyo estaba enferma y debía permanecer en casa, los médicos le habían aconsejado que durante un tiempo se cuidara. Él se había ofrecido a ayudarla en lo que necesitase, por eso le llevaba la compra. Lo hacía encantado, aunque al principio pensó que era un compromiso y estuvo a punto de arrepentirse. 

Era difícil calcular los años de Elvira, a veces parecía mayor, pero si se arreglaba un poco era una mujer de aspecto agradable que sonreía mucho y sabía escuchar. Un poco apurada le había pedido a Pedro que dejara la compra en la entrada para que no se entretuviera. Aunque ella era viuda y él divorciado, no quería murmuraciones entre los vecinos si le invitaba a entrar en el piso. No pasó mucho tiempo para darse cuenta de que aquello era una tontería y muy incómodo si querían charlar un rato. Hacerlo en el rellano no era precisamente discreto, así que le invitó a entrar a la cocina. Mientras ella ordenaba las compras cuidadosamente sin siquiera mirarle, él estudiaba con curiosidad el lugar y a ella misma. El simple hecho le resultaba tan estimulante que esperaba feliz el momento de volver.  Dejaron de parecerle monótonas las mañanas; cuando amanecía observaba la luz del sol entrando por las persianas y sentía que los días habían cobrado sentido, que podría hacer cualquier cosa por simple que fuera y tendría con quien compartirla, que ya los días no tenían cuarenta horas y tampoco veinticuatro porque se le pasaban demasiado rápidas y apenas le daba tiempo de ser consciente del presente. Ahora tomaba el café con Elvira en su cálida cocina y cuando ella se recuperó un poco, en cualquier bar de las proximidades.  Cuidarla se había convertido para él en una necesidad, estaba tan sola; tenía una hija pero vivía en Canadá donde se había casado y había tenido dos hijos. A Pedro no le gustaba hablar de su vida, no lo hacía con nadie y por eso tenía fama de reservado, pero no le costó demasiado contar a Elvira que su matrimonio no siempre había sido feliz. No habían tenido hijos y eso los había ido distanciando, o quizá solo fuera el detonante que les hizo ver que algo no funcionaba. Sabía lo que era la soledad.

— ¿Tu familia no suele venir a España?.  No quisiera perder la amistad que nos une, me hace mucho bien —la miró a los ojos

— No, hace mucho que no vienen. Raquel se divorció de su marido y ahora le resulta difícil. Casi siempre he sido yo la que ha ido a verles.

Hablaba de sus viajes con entusiasmo, del país tan hermoso que era, de los lugares a los que se había desplazado, a veces sola y otras con su familia. Había disfrutado mucho, además de sus nietos.

— Yo siempre me he dedicado a trabajar, siempre estaba ocupado —Pedro parecía hablar consigo mismo— Mi esposa era profesora en un colegio. Creo que en algún momento, sin darnos cuenta, empezamos a separarnos y para ella el trabajo también fue un refugio. Debíamos haber hablado más. Ninguno de los dos se esforzó demasiado y todo acabó.

No sabía qué hacer cuando Elvira no necesitaba nada, durante un tiempo no se atrevía a acercarse a ella sin la disculpa de hacerle los recados. Esos días no se veían y se sentía como perdido. Este era uno de esos. Se fue a la peluquería, le hacía falta un buen corte de pelo. Después se dio un paseo; para cuando se dio cuenta estaba en la puerta del bar de Stefan viendo, como siempre, las cabezas de sus amigos asomar por encima del dibujo del cristal.

— ¡Hombre, Pedro, por fin! Dónde andas, hace tiempo que no vienes a tomar café. Venga, cuenta, cuenta. ¿Es verdad lo que se dice?

— ¿Y qué es lo que se dice? Cotillas. No hay más que cotillas en este barrio. No tengo nada que contar —en sus ojos brillaba una sonrisa socarrona— Tomo el café en otro sitio donde lo ponen muy bueno y donde hay buena conversación. Y eso es todo. 

— ¡No seas quisquilloso, hombre! Sea lo que sea lo que te pasa debe de ser bueno porque has ganado en hermosura jajajajaja, pareces diez años más joven. No decías que no, pues ya ves como siempre estamos a tiempo para todo. 






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