viernes, 22 de mayo de 2020

Fermina














Me acaban de contar que en la ciudad se escuchan de nuevo los ruidos de los coches y el martillo y la grúa de las obras de la nueva Estación de Autobuses. No puedo remediarlo, siento pena porque había sido el descubrimiento de cómo debería ser el mundo y de que, si se quiere se puede. He vuelto a mi casa, la que ha sido la de mis padres y mi infancia. No está lejos por eso me han dado permiso. Ahora nos indican lo que debemos hacer, porque, aunque las cosas están más tranquilas, aunque parezca que hemos superado lo peor de la pandemia el peligro acecha traidor y lo peor es que no se sabe dónde. 

Paseo por la calle solitaria del pueblo, como excusa me he dicho que necesito pan, patatas y una lechuga. Es verdad, pero podría pasarme sin ello perfectamente. Las persianas de las casas están cerradas casi en su totalidad, los que aún viven aquí todo el año son algunas personas mayores, varias además solas. Yo también, pero yo lo hago por gusto, puedo venir pero puedo irme cuando quiera. Y no es igual. Fermina, la mujer que vive en la casita que colinda con la mía, me dice que no sabría vivir en ningún otro lugar, que sus hijos le piden que vaya a vivir con ellos, pero ¿qué haría ella en Madrid. Fermina cuida la Iglesia, es casi para lo único que sale, porque el de la tienda para todo, se encarga de subirle lo que necesita a la casa. En este lugar hay misa los sábados y si hay algún cura de viaje por la zona, a veces también el domingo. Pero ella consigue que las telarañas no se afinquen en los rincones del templo, que es pequeño y sin estilo arquitectónico, pero resulta acogedor, huele a cera de la madera, a velas y flores marchitas. Fermina no cree en Dios, o eso piensa ella. Dios no le gusta, ella sabe por qué aunque no pueda explicarlo con palabras y además ¿a quién le importa? Solo va a la iglesia a mantenerla en orden, cuando lo hace se siente en paz. El templo es fresco si hace calor en el exterior y cálido en invierno. Cuando nadie la ve, mira al altar, hacía lo alto, donde está el Cristo crucificado.

— Por qué —le pregunta un poco irónica— por qué estás ahí colgado si eras tan buena gente y más listo que nadie. Y sobre todo dice y lo hace en voz alta, sin darse cuenta: ¿Por qué, por qué? Pero ya se ha cansado de esperar una respuesta que la ayude a entenderlo y ya sabe que no la hay. Algún día puede que lo consiga y por fin se reconciliará con ese hombre dolorido que parece mirarle desde arriba.

Recorro el camino que me lleva a la calle donde están las tres o cuatro tiendas del pueblo y luego vuelvo despacio a casa. El aire huele a primavera, a través de los árboles frutales de las fincas cercanas se ven más ventanas cerradas y de vez en cuando alguna con una sábana y dos toallas, o ropa interior y trapos de cocina en el tendal, colgando a secar al sol. Se escucha el silencio, uno se acaba acostumbrado a esa sensación de mundo vacío y submundo lleno de seres invisibles. Sobre los montes que bordean el pueblo, un águila planea señorial con las alas extendidas. Es viernes. 





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