Me acaban de contar que en la ciudad se
escuchan de nuevo los ruidos de los coches y el martillo y la grúa de las obras
de la nueva Estación de Autobuses. No puedo remediarlo, siento pena porque
había sido el descubrimiento de cómo debería ser el mundo y de que, si se
quiere se puede. He vuelto a mi casa, la que ha sido la de mis padres y mi
infancia. No está lejos por eso me han dado permiso. Ahora nos indican lo que
debemos hacer, porque, aunque las cosas están más tranquilas, aunque parezca
que hemos superado lo peor de la pandemia el peligro acecha traidor y lo peor
es que no se sabe dónde.
Paseo por la calle solitaria del pueblo, como
excusa me he dicho que necesito pan, patatas y una lechuga. Es verdad, pero
podría pasarme sin ello perfectamente. Las persianas de las casas están
cerradas casi en su totalidad, los que aún viven aquí todo el año son algunas
personas mayores, varias además solas. Yo también, pero yo lo hago por gusto,
puedo venir pero puedo irme cuando quiera. Y no es igual. Fermina, la mujer que
vive en la casita que colinda con la mía, me dice que no sabría vivir en ningún
otro lugar, que sus hijos le piden que vaya a vivir con ellos, pero ¿qué haría
ella en Madrid. Fermina cuida la Iglesia, es casi para lo único que sale,
porque el de la tienda para todo, se encarga de subirle lo que necesita a la
casa. En este lugar hay misa los sábados y si hay algún cura de viaje por la
zona, a veces también el domingo. Pero ella consigue que las telarañas no se
afinquen en los rincones del templo, que es pequeño y sin estilo arquitectónico,
pero resulta acogedor, huele a cera de la madera, a velas y flores marchitas.
Fermina no cree en Dios, o eso piensa ella. Dios no le gusta, ella sabe por qué
aunque no pueda explicarlo con palabras y además ¿a quién le importa? Solo va a
la iglesia a mantenerla en orden, cuando lo hace se siente en paz. El templo es
fresco si hace calor en el exterior y cálido en invierno. Cuando nadie la ve,
mira al altar, hacía lo alto, donde está el Cristo crucificado.
— Por qué —le pregunta un poco irónica— por
qué estás ahí colgado si eras tan buena gente y más listo que nadie. Y sobre
todo dice y lo hace en voz alta, sin darse cuenta: ¿Por qué, por qué? Pero ya
se ha cansado de esperar una respuesta que la ayude a entenderlo y ya sabe que
no la hay. Algún día puede que lo consiga y por fin se reconciliará con ese
hombre dolorido que parece mirarle desde arriba.
Recorro el camino que me lleva a la calle
donde están las tres o cuatro tiendas del pueblo y luego vuelvo despacio a
casa. El aire huele a primavera, a través de los árboles frutales de las fincas
cercanas se ven más ventanas cerradas y de vez en cuando alguna con una sábana
y dos toallas, o ropa interior y trapos de cocina en el tendal, colgando a
secar al sol. Se escucha el silencio, uno se acaba acostumbrado a esa sensación
de mundo vacío y submundo lleno de seres invisibles. Sobre los montes que
bordean el pueblo, un águila planea señorial con las alas extendidas. Es viernes.
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