lunes, 26 de octubre de 2020

Siglo XXI

 

 

 

 


 

 

Amanecía con un cielo gris y caía una lluvia fina que helaba la piel; el viento, en la noche, había movido las persianas y plantas a su antojo. Aún no se veía a nadie por la calle. El suelo, mojado, brillaba por los reflejos del agua y las luces de las farolas. Impresionaba ver lo solitario que puede estar un lugar y lo triste que parece.

La calle peatonal desemboca en una avenida que conduce a la salida de la ciudad, por ella circulan autobuses que llevan pasajeros a otros lugares. A un lado de la calle una Iglesia con altas verjas que protegen las puertas, al otro un Colegio Público ocupa toda la manzana. La escuela posee amplias tejavanas que protegen la entrada para que los niños estén a salvo del clima. Por las noches se transforman en un hotel low cost de estrechas habitaciones, camas de cartón iluminadas por la luz de las farolas y sin calefacción en invierno. Sí, por lo menos son baratas. Cada rincón está reservado y además muy seriamente, si deseas ocupar un lugar ahí, tienes que ser de confianza y rezar para que quede sitio. También hay perros. Pueden ser dos o tres, dependiendo del inquilino que toque. Hay unas normas muy estrictas en este lugar: no meter ruido, no llamar la atención, no ensuciar, no mear en el entorno, lavarse en la fuente cercana y sobre todo recoger y dejar el lugar como si ellos no hubieran estado allí a primerísima hora, antes de que venga el servicio de limpieza del colegio y antes de que comiencen las clases y aparezcan los niños. Lo hacen tan bien que, salvo los vecinos que pasan por allí, pocos saben lo que sucede en las noches. Durante el día desaparecen como por encantamiento.

Los festivos y en las vacaciones, los inquilinos pueden quedarse y algunos lo hacen. Acuden a los comedores sociales y así comen caliente y tratan de no perder su autoestima luchando contra la intemperie. Nadie dice nada, quizá ni siquiera alguien haga algo. A veces, alguno ha bebido demasiado, no suele ser corriente o saben cómo disimularlo, es difícil conservar la cabeza en su sitio cuando la vida te trata mal. Entonces se escuchan gritos, puede que se peleen, pero todo acaba de pronto, tal como ha empezado. Si alguien les ha llamado, los Municipales acuden en su coche, les dicen algo, solo ellos saben qué y se van. ¡Es que no hacen nada! Se quejan algunos ¿Por qué no se los llevan de aquí? replican otros. Sí, pero ¿a dónde? ¿A otro barrio, a otro pueblo? Cuántas cosas debieran cambiar primero, cuándo será el día y ¿llegará a tiempo para estas personas?

Seguía lloviendo, el cielo había aclarado un poco bajo las nubes. Un hombre caminaba, casi corría, por la calle peatonal, gritando. No se entendía bien lo que estaba diciendo pero parecía desesperado. Gesticulaba impotente y explicaba algo con voz muy alta y angustiada. Movía los brazos como si fueran un molinete y echaba las manos a la cabeza enredándolas en el pelo sucio. En uno de esos gritos desesperados, todo el mundo pudo oír que no tenía a dónde ir:

— ¡No tengo dónde ir, no tengo a nadie, no tengo casa, nadie me espera y estoy muy cansado!

Los municipales habían aparcado su coche en el parque infantil frente a la escuela y se dirigían a pie tras él. El hombre seguía su marcha, gritando que no puede más, adentrándose en la calle peatonal, sin preocuparse porque le seguían. En la puerta de la escuela, a esas horas, estaba ''su casa'' en la caja de cartón que le protegía de la lluvia. Los policías iban tras él, sin prisa, con la espalda encorvada de los que ya están cansados, también y no saben qué hacer. Y así se perdieron de vista entre los edificios de la iglesia y el Colegio Municipal, donde ese día no había niños.

 

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