Para llegar
a su despacho Marga pasaba todas las mañanas por la plaza del Planeta. Los
enormes árboles dejaban en la sombra los bancos y en el centro, una fuente con
una bola del mundo hueca y herrumbrosa que escondía el caño que soltaba el
chorro de agua hacia arriba. Aquel día, como casi todos, se encontró con
Joaquín Quesada que, como ella, se dirigía a abrir la farmacia de la esquina,
dos calles más abajo.
—Buenos
días Marga, veo que hoy tampoco te jubilas ¿eh? Creo que eso de la Lotería no
funciona. Venga, vamos a por el café.
—Sí claro,
uno rápido que me espera un día difícil, mañana llegan los ingleses y tengo aún
cosas que preparar.
El Piérola estaba justo en la esquina y su
cristalera daba de lleno al jardín.
—Hoy no
está ¿te has fijado? Qué raro —le dijo él, señalando con la barbilla hacia la
plaza.
— ¡Ah! pues
tienes razón, no me había dado cuenta. Se habrá quedado dormida, aunque es raro
sí.
La mujer
siempre estaba allí, lo mismo cuando hacía calor como cuando hacía frío.
Sentada en el mismo banco, parecía una estatua blanda y pálida. Lo único que
solía cambiar en ella era la indumentaria. Un abrigo grueso de lana, un
impermeable largo y acolchado y un paraguas negro enorme, o falda, blusa y
jersey, cuando llegaba el buen tiempo, todo pasado de moda. Lo mismo en un
momento que en otro, la cabeza siempre cubierta por unos gorros que empezaron
siendo normales para el frío o el sol y que, poco a poco, se fueron volviendo
más extraños y extravagantes.
Allí
estaba, día tras día, sentada en el mismo banco y mirando al mismo lugar sin
siquiera pestañear. El mundo perdía los bordes cuando apartaba la vista de
aquel punto en concreto donde parecía residir todo lo que le interesaba en el
Universo. Decían que llevaba allí muchos años, que había sido la comidilla del
barrio y que los niños iban a la plaza a reírse de ella. ¡Qué sabían ellos de
locura o de obsesión? A ella no le importaba nada, solo mirar, esperar, soñar.
Era la viva imagen de la determinación, tenía una paciencia infinita. Todo su
cuerpo parecía querer salir volando por si, de un momento a otro, el objeto de
sus desvelos aparecía de pronto.
Para
aquella parte de la ciudad era como una farola, o un semáforo, como la bola del
mundo herrumbrosa. Siempre estaba allí, por eso las pocas veces que faltaba, la
mirada podía atravesar el vacío que dejaban ella y sus gorros.
Cuando
sucedió aquello nadie la echó en falta, o mejor todos pensaron que volvería
pronto. Pero no fue así. La prensa de la ciudad se hizo eco de la noticia.
Aquella extraña mujer que había pasado la mayor parte de su vida esperando
sentada a alguien, acababa de morir. Tres días antes, cuando se preparaba como
siempre para acudir a su cita, se miró al espejo y angustiada se preguntó.
— ¿A dónde vas?
Fue como si
una luz se hubiera encendido en su cerebro y lo hubiera visto, de pronto, todo
claro. Cuando se calaba el gorro azul en la cabeza se vio tal como era, gruesa,
con la piel morena del aire libre, los ojos saltones y miopes y los labios
temblorosos.
¿Quién era
aquella mujer, a dónde iba con aquel aspecto cómico? No podía ser ella, ella no
era así. ¿Qué diría Jaime si la viera de esa guisa tan ridícula, con aquellas
mejillas pintarrajeadas y los labios rojos como fresas?
Pero ¿Qué
decía? Jaime había muerto hacía mucho, justo el día en que iban a casarse. Lo
recordaba perfectamente, un coche le había atropellado cuando venía a la
iglesia. Y ella permaneció allí en la sacristía, esperando, esperando, esperando...
No, no
había sido así, volvía a engañarse. La verdad era tan horrible que se había
bloqueado en su cabeza para siempre. ¿Por qué entonces ahora los recuerdos se
hacían presentes para que no olvidara que él se fue con otra y la dejó plantada
en el altar?
La luz
volvió a apagarse en su cabeza. Como si nada hubiera pasado siguió colocándose
el sombrero de lana, dejó que dos rizos asomaran tapándole la frente, anudó los
botones del jersey y luego se ajustó el cinturón del abrigo. Hacía frío aquél día.
Llevaba la
bolsa de lana, en la que parecía guardar todos los tesoros del Rey Salomón,
agarrada con las dos manos. Caminaba con determinación dándole ligeros golpes
con las piernas. Parecía pesada. Tenía que ir y esperar, esperar porque
volvería. Seguro que iba a venir pronto. Cuando volviera ella estaría allí
aguardándole, tal como habían quedado.
Aquella
mañana el sol salió tímidamente, la gente caminaba deprisa. Marga entró en el
Piérola a tomar su café antes de subir a la oficina. Joaquín Quesada estaba de
viaje en Londres a donde había ido a recoger a su hija que volvía de un
intercambio. La vio a través del cristal caminaba despacio pero decidida, a
pasitos cortos, aferrada a su bolso, sin mirar a los lados, como una autómata.
Por eso, al cruzar la calle para llegar a la plaza, no vio el coche que, en ese
momento rodeaba la rotonda. El ruido del frenazo hizo volver la cabeza a todos
los que pasaban, el coche la empujó contra el bordillo de la acera, el golpe
sonó como a hueco, la cabeza rebotó varias veces hasta que finalmente se
detuvo. Estaba muerta.
2 comentarios:
Una triste historia que recuerda aquella canción de Penélope. Me acuerdo también de una familiar antigua a la que enterraron con más de cincuenta años vestida de novia, tal como quería ir al altar treinta años antes, cuando su prometido murió tres días antes de la boda de una enfermedad. Hay muchas historias así a las que no les hace falta siquiera ese trágico final, porque esa eterna espera ya es trágica de por sí.
Los parques tienen algo de paréntesis. Son oasis en medio del bullicio. Es hasta lógico que ella decidiera compartir con él su soledad.
Muy buena y cruda historia. Un abrazo
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