En la Red |
El bosque jamás está silencioso, aún en la
noche cerrada y oscura extraños ruidos acompañan al paso del tiempo. Los
caminos, cuajados de hojas recién caídas, aún vivas en sus colores, se abren al
alboroto apenas audible de los insectos, que se afanan para aprovechar la
ausencia de peligros. En las ramas unos pájaros duermen y otros vigilan su
descanso. Entre la bruma del lago navega la vieja embarcación en la que Morgana
lleva a su hermanastro a Avalón.
Los animales nocturnos conocen bien el
misterio de esa barca que va y viene, desapareciendo en medio de la niebla sin
que nadie haya sabido jamás cual es su destino. Morgana contempla a su hermano,
pálido y ausente. Maquina dónde podrá reposar su hermoso cuerpo que duerme,
hasta que vuelva a surgir de nuevo su tiempo. Lo ha planeado así en su conjuro
y así lo vio en sus sueños Merlín. La suave y húmeda brisa se entrelaza en el
cabello del Rey. Al siseo de las ramas de los árboles se une el croar de las
ranas en la charca. Arturo sabe que está muerto, pero ¿cómo puede pensar como
si estuviera vivo?
En el tranquilo jardín del castillo ve a
Ginebra, a la que tanto ama, en brazos de Lanzarote del Lago su mejor amigo y
en el salón del trono a los caballeros de la Tabla Redonda discutiendo
airadamente su poder, disputándole el derecho a su reino. Se ve a sí mismo
guerreando en la batalla cruenta de Calmann y aún siente el dolor intenso de la
estocada que lo ha herido de muerte.
Ginebra jura que lo ama y que a pesar de las
apariencias ella es inocente del pecado de infidelidad y que nunca le ha
traicionado con su amigo. El corazón le duele cuando ve alejarse a Lanzarote
por la curva del camino en el bosque y desaparecer entre los frondosos árboles,
camino del exilio.
Sobre la casa en la que habitan Morgana y sus
nueve hermanas, todas ellas hadas, sopla una cálida brisa que trae aromas de
tomillo, romero y espliego y penetran en la cabeza del Rey que aún ignora la
razón por la que se encuentra en medio del bosque, tan lejos de la vida y tan
cerca de la muerte.
El cuervo vuela en círculos sobre su cabeza y
después se posa sobre su vientre, negro y brillante como la oscura noche. Lleva
en el pico una ramita de enhebro y le mira a los ojos. Los suyos le resultan
familiares sabe que son los de su hermana Morgana, madre de su hijo Mordred, al
que engendraron un día de mayo en medio del bosque, durante la fiesta de la
fertilidad tal y como lo ordenó La Dama del Lago.
El pájaro ha dejado en su boca la rama, no
necesita más señales, el Rey comprende que Avalón será para siempre su destino
hasta que los tiempos le sean más propicios.
Arturo necesita moverse, quiere salir de
allí, regresar a Camelot, a su fortaleza cerca de Ginebra. No recuerda que la
condenaron a muerte y que ella se salvó de la condena y vive en la Torre de
Londres encerrada para toda la vida. Es tal su deseo de vivir que Arturo
trasciende de su cuerpo y vaga por el bosque como un animal herido, no quiere
morir, necesita olvidarlo todo y volver a la paz de su vida con su esposa y su
amigo ahora que sabe que nada le importa tanto como su compañía, tanto si
fueron desleales con él o todo fue un engaño perpetrado por los celos de
Morgana por el amor de Lanzarote hacia Ginebra, amor que a ella siempre le fue
negado.
El bosque se mira en el lago la noche apenas
roba reflejos a sus aguas, las flores silvestres se encierran sobre sí mismas
buscando refugio contra los insectos nocturnos, Morgana rema lentamente en su
barca de vuelta ya satisfecha por que ha encontrado un lugar perfecto para que
reposen los restos de su hermano.
Entre los arbustos con el constante murmullo
de las aguas, en medio de ellas, en una pequeña isla solitaria, descansará
Arturo Rey de Camelot su sueño eterno. Sueño sí porque Arturo jamás morirá.
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