Sentada en el banco de piedra, bien alejada del fuego, el humo y el griterío de los jóvenes, que saltaban al rededor de la hoguera, en la noche de San Juan, miraba encantada desde el mismo lugar donde se sentaba mi madre no hacía tanto tiempo.
El día veintitrés era el primero de las
vacaciones de los niños, salíamos de la ciudad cargados de todo lo que íbamos a necesitar para todo el verano y de la ilusión por volver
a la casa del pueblo, una vez más. Dejábamos los trastos en el piso y salíamos
corriendo a la playa, donde, como siempre, esperaba la montaña de cosas viejas
que se iban a quemar en la noche mágica. El aire solía ser cálido y el agua del
mar enrojecía por la puesta del sol y el reflejo de las llamas.
Nosotros mirábamos a los jóvenes que atizaban
el fuego y a los niños que gritaban emocionados, preocupados por si se hacían
daño. Costaba arrastrarlos a casa cuando ya solo quedaban los rescoldos y la
arena de la playa había cambiado su dulce tono dorado por uno gris y el aire
olía a humo y fuego. Finalmente los niños dormían cansados de las emociones del
largo día y quedaban al cuidado de la abuela mientras nosotros salíamos, esta
vez solos, a encontrarnos con los amigos para darnos el primer baño del verano.
El agua tenía aún esos destellos rojizos casi apagados. Muchos se bañaban entre
risas y grititos. Los jóvenes aprovechaban para conocerse un poco mejor,
siempre como si fuera casual y los que éramos ya padres de familia olvidábamos
que lo éramos por un día.
Cuando los niños crecieron bajábamos a la
playa las noches que había concierto de rock en ella, por vigilar que todo
fuera bien y de paso para cantar y bailar detrás, donde no nos vieran los hijos
porque podrían sentirse avergonzados (todos hemos tenido su edad, algún día) y
no se sintieran vigilados más de la cuenta. Éramos adultos, pero también
jóvenes y alegres. Eran tiempos fantásticos porque, en general y aunque también
pasaran cosas, el ambiente era fabuloso.
Pensaba en esto ayer viendo el fuego arder y
las sombras de los críos saltando los rescoldos. El aire volvía a oler a humo y
a madera, pensé que todos llegarían a casa con la ropa oliendo a 'gitano' No
estaba triste, ni nostálgica. Me dije que he tenido mucha suerte porque miro
hacia atrás y recuerdo muchas cosas estupendas que he vivido. También las hubo
menos buenas e incluso hasta malas. No sé por qué estas las recuerdo menos,
quizá porque he aprendido a ser positiva.
Algunos años después, cuando mis hijos ya
eran mayores, bajamos un par de veces a dar un paseo a media noche por la
playa. Luego no volvimos más. Vimos los corros de chicas y chicos riendo y
dando sorbos de las litronas, olimos la hierba y a algunos que se conocían ya
muy bien. Se me saltaron las lágrimas, sin remedio. Me dijo quien me acompañaba
que se les pasaría pronto, aún eran unos inmaduros. Luego nos preguntamos si
alguno de nuestros hijos habría pasado por eso también. Un día de esos de
confidencias se lo preguntaré...
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