Hay dos clases de personas solas, las que se refugian
en su soledad y las que buscan la cercanía de los otros, solitarios o no.
Pepa preparó la bolsa y la sombrilla, recogió
la silla y se fue a la playa. A aquella hora apenas unos cuantos paseaban por
la orilla o leían el periódico protegiéndose con sus viseras, ella solía
caminar una media hora, pero ese día no tenía ganas. Había amanecido con esa
sensación de nostalgia que ya conocía y quería estar tranquila.
Aunque tenía los ojos cerrados le oyó llegar,
también abrir su silla y sacudir la toalla. Luego miró a través de las pestañas
y le vio. Podría ir más lejos, pensó, hay sitio de sobra. Hizo como si no se
diera cuenta; a través de los ojos entornados siguió los movimientos del hombre
hasta que, por fin, acabó sentándose cómodamente y se dedicó a mirar el mar.
Estuvieron así más de media hora, luego él dijo:
— ¡Qué mañana tan preciosa! ¿No le parece?
— Sí —respondió Pepa— la verdad que sí
A esto siguió otra media hora de silencio y
de miradas furtivas. El hombre tendría unos setenta y cinco años, o tal vez
más. Estaba muy bronceado, así que le gustaba el sol, el pelo blanco algo
rizado, las cejas gruesas y los ojos vivarachos. Le pareció que tenía aspecto
de buena persona. Volvió a hablarle y ella le contestó cortésmente, fueron
frases hechas, intrascendentes, como esas que suelen iniciar las conversaciones
entre desconocidos.
Al día siguiente Pepa volvió a la playa como
todos los días del verano, ocupó su sitio, el de siempre, pero esta vez miró
alrededor a ver si él estaba por allí. Le vio acercarse desde las escaleras de
acceso a aquella parte de la playa y colocar su silla en el mismo lugar que la
víspera. Esta vez no esperaron tanto para saludarse y hacer comentarios sobre
el tiempo y el dormir mal por culpa del calor. Una hora después una vecina de
la urbanización de Pepa se aproximó a ellos y se sentó cerca. Tres días después
ya eran cinco y a veces seis, agrupados como una organización de otoñales, charlando
animadamente.
En la otra punta de la playa, las cuadrillas
de jóvenes hacían círculos sentados en la arena y se perseguían unos a otros
hasta llegar al agua para darse un baño. De vez en cuando pasaban frente a
aquel grupo de 'abueletes' y se reían con más cariño que burla.
—No te preocupes, hija —decía Pepa—estoy muy
bien, hace muy buen tiempo y bajo todos los días a la playa. No, no me importa,
así tengo toda la casa para mí, disfruta las vacaciones, anda, en realidad no
estoy sola.
— ¿Qué dices mamá?
— No te preocupes, cuando vuelvas te lo
contaré.
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