De la Red |
El caserío Zarkoaga estaba situado en las faldas del monte Zibiribil, lo construyó Peio Gangoa para pasar la época del frío y vigilar su ganado. Poco a poco la casa fue creciendo. A medida que Jesusa le iba dando hijos, Peio agregaba una nueva habitación y así se convirtió en la hermosa casa que era ahora. Los hijos emigraron a las Américas buscando emanciparse del hermano mayor y no volvieron a la tierra hasta muchos años después. De mientras Peio hijo se había convertido en un ser extraño, alejado de la gente del pueblo, solitario y a menudo taciturno. Ni siquiera Miren, su mujer, consiguió mejorar su carácter, pero ella encontró, a fuerza de cariño y buena voluntad la manera de entenderle y fueron tan felices como se podía esperar.
En las aldeas, por aquel tiempo, aún se creía
en sortilegios, magia y no digo brujería aunque puede que también. La gente
veía espíritus en cualquier sombra que se cruzara con ellos entre los pinos de
los bosques o cerca de la rivera del río. Adjudicaban algún misterio insondable
a los sonidos de los animales en la época de celo y auspiciaban cualquier revés
en las cosechas o enfermedad en el ganado si el viento soplaba fuerte y el
cielo ennegrecía a causa de nubes de tormenta.
Fue en Otoño cuando, por primera vez Jokin el de la Begoña
encontró en el río un reguero de sangre y siguiéndolo, unas vísceras machacadas
cubiertas por hojas de higuera. Algún animal había matado a otro, quizá un
lobo, incluso un oso o un jabalí habría cazado una liebre y había elegido aquel
lugar para comerla tranquilamente y beber luego un poco de agua. No fue la
única vez, sucedió varias más a partir de aquella primera y para entonces por
el pueblo circulaban diversas versiones sobre el asunto y variadas conjeturas
sobre la causa del suceso. Nadie sabe quién fue el primero que insinuó que tal
vez en Zarkoaga estaban sucediendo cosas raras, teniendo en cuenta que Peio era
un hombre huraño y solitario; cualquier cosa sería creíble tratándose de él.
Una mujer susurró al oído de otra que podría tratarse de fetos de niños muertos
en el parto o de abortos provocados y la voz de la cotilla sonaba horrorizada.
Así empezaron las cosas y fueron aumentando y
cada nuevo comentario era la base para seguir imaginando cosas cada vez más
terribles y después de un año todos los vecinos estaban seguros de que allí
arriba estaban sucediendo cosas horribles y que pronto comenzarían a pasar en
el mismo pueblo.
Aquella primavera aparecieron restos ya
descompuestos, por los que se movían gusanos blancos subiendo y bajando de un
lado a otro sobre los huesos blanquecinos de un cadáver. Se reunió la asamblea en la plaza, todos
hablaban a la vez, todos querían que alguien hiciera algo. El que hacía las
veces de autoridad insinuó acudir a la ciudad más próxima y pedir ayuda a los
guardias, lavándose las manos del asunto. La reunión duró todo el día y parte
de la noche, algunos vecinos se fueron a sus casas al ver que no conseguían
ponerse de acuerdo sobre qué hacer y sobre todo porque algunos estaban subiendo
el tono de sus planes para solucionarlo y estos no les acababan de gustar.
Aún no amanecía cuando en el pueblo pudo
verse el cielo enrojecido y escucharse un ruido sordo que producía terror.
Arriba en el monte, el caserío Zarkoaga ardía por los cuatro costados y dentro
la familia de Peio y él mismo que estaban a esa hora durmiendo plácidamente.
Nadie acusó a nadie, pero todo el pueblo sabía que no había sido un fuego
fortuito. A partir de ese día no volvieron a aparecer más restos en el entorno.
Dos años después Ander Ibarrike adquirió en subasta los restos del caserío y la
heredad por poco dinero, cumpliendo así el sueño de su miserable vida.
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