(Viajeros)
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(De la Red) |
He hecho muchos viajes, siempre me ha gustado ir y venir, pero lo que me agrada realmente es hacer el camino, no tanto llegar al destino.
No esperé a la hora de jubilarme y decidí que tenía que cumplir algunos sueños que habían quedado aparcados. Mi reto era viajar sola. Uno de esos viajes que se emprenden sin prepararlos, sin tener claro a dónde ir, con poco equipaje y con la mente abierta a cualquier aventura que surja por el camino. Solo necesitaba la tarjeta de crédito de una cuenta en el banco con suficiente dinero y ganas. Sobre todo no quería vivir como una turista, ni perderme entre gente en pantalón corto y chancletas, tampoco hacer cola para comer alimentos precocinados y beber agua caliente. Además tenía que pensar.
Aquella vez me moví por carreteras alejadas de las autopistas, tranquilas, para poder mirar por la ventanilla y apreciar los cambios del paisaje; así vi a lo lejos una pequeña iglesia en una loma y algo más abajo un pueblo de casas blancas y rojas que parecía dormido en pleno día. Además el agua de mi botellín se había acabado. La carretera, muy estrecha, atravesaba el pueblo partiéndolo en dos, a un lado casas con jardines cuidados, toldos protegiendo las ventanas del sol y pequeñas piscinas de aguas azules. Al otro tres grandes casonas de campo, rodeadas de aperos, de barro y suciedad de los ganados y un tenderete en el que se exponían tarros de mermeladas de diferentes sabores y otros de miel. Quién compraría aquello, me pregunté, teniendo en cuenta que no se veía a nadie y apenas circulaban coches por la carretera. Una pequeña plaza parecía querer unir ambos lados. En realidad era un espacio algo más amplio en el que había una fuente que derramaba agua continuamente en un abrevadero antiguo y desgastado de los que usaban los animales en otro tiempo. Una mujer mayor llenaba un barrilito de plástico.
—Déjeme que le ayude —me ofrecí cuando vi que apenas podía cargarlo
La mirada con que me lo agradeció fue suficiente pago.
— Busco un lugar donde tomar un café e ir al WC
—Ay hija, aquí no tenemos bares, pero ven a casa...
Ella me daría café. Agua fría había en la fuente. Luego puso en la mesa un tazón humeante y una rebanada de pan casero untado con mermelada.
Aquella cocina hablaba de mucha vida, de cosas importantes y de otras sencillas. Toda la historia de una familia. Carmela me la contó, despacio y en voz baja: los años que había vivido en Argentina, a donde emigraron sus padres. Su boda con Genaro, un hombre alegre del que se enamoró enseguida. La vuelta a la Patria cuando se quedó viuda.
Sin darme cuenta yo también le conté que tenía que tomar una decisión importante para mi vida, alejarme del hombre que amaba y dejar un trabajo que no me dejaba vivirla. Ahora tenía que irme, si seguía allí no iría muy lejos. Pero se había hecho de noche y no me gusta conducir en la oscuridad. Me quedé. Sí, me quedé. No tenía planes y aquella casa vieja y cálida era mejor que el mejor de los hoteles. Durante algunos años, cada nuevo viaje comenzaba allí y si era posible, allí terminaba.
Carmela ha muerto, pero sigo yendo a su casa, que ahora es mía. He visto lugares y cosas sorprendentes, algunas maravillosas. Pero la casa de Carmela es mi hogar.
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