martes, 17 de septiembre de 2019

En verano no pienses


   (Libertad)







Estaba de vacaciones y me daba por pensar y de una idea pasaba a la otra; a veces estaba seguro de acertar en mis elucubraciones, pero con el tiempo y un poco más de meditación llegaba a la conclusión de que me equivocaba, que no había certeza ninguna. Algunas cosas cambiaban continuamente y con rapidez y en cambio otras permanecían inalterables y el que cambiaba era yo.

Yo creía que no solo había crecido físicamente sino también en sabiduría, estaba seguro de que conocía la verdad y que, como suele decirse, esta me haría libre. Había llenado mi cabeza de ideas, había leído mucho, conversado con personas a las que yo admiraba por sus conocimientos y con el tiempo y tanto pensar, estaba seguro de que conocía lo más profundo de la naturaleza humana y los secretos que se guardaban tras palabras sagradas como: ciencia, conciencia, honradez, libertad, honor, dios, fe...y muchas otras escritas en todos los libros desde que el hombre fue consciente de sí mismo.

Mirando volar a las gaviotas (¿serían ellas libres?) subiendo y bajando y picoteando el mar, me preguntaba por qué, esta vez, me había dado por pensar en la libertad. Yo creía ser libre. Nadie dependía de mí y yo de nadie, sabía cuidarme, iba y venía a mi capricho, incluso había superado determinados condicionantes resultado de una mala educación. Paseando por la playa a primera hora, cuando estaba vacía y podía disfrutar de la soledad, trataba de organizar mi futuro cercano, cosas sencillas como coger el coche e irme sin saber a dónde, me fui por los Cerros de Úbeda y de pronto me di cuenta de que el martes tenía consulta en el médico porque, tal vez, iban a operarme de cataratas. Me consolaba pensando que había llegado a la etapa en que era libre de dar explicaciones a los demás y de ir, por ejemplo, a bailar. Me encontraba muy solo. Los amigos trataban de animarme diciendo que nunca es tarde y que aún podía encontrar una mujer que me acompañara. Conocí a algunas que realmente me gustaron, pero no podía ir a tomarlas del brazo y llevármelas a casa, no solían dejarse. Además mi médico me recomendaba no agitarme demasiado, lo de la salud es otra cosa a tener en cuenta y mi hija, que vive en Copenhague, con ese muermo de danés, sigue controlándome desde lejos. No sé por dónde empecé y cómo acabé donde lo hice, pero a fuerza de pros y de contras llegué a la conclusión de que la libertad no existe realmente, es una de esas palabras mágicas que se usan para controlar a los hombres en las grandes ocasiones. Yo podía soñar con cosas que parecían sencillas, pero que se escapaban de mis manos por diversas circunstancias que no podía controlar. Encontré mil respuestas a esas frases que nos hablan de que somos libres, del libre albedrío, de la posibilidad de escoger libremente sin hacer daño a nadie, sin que nadie haya intervenido en nuestras decisiones de una manera u otra.

Era verano, hacía calor y el agua brillaba porque los rayos del sol se estaban bañando en ella. Aún no había llegado a la conclusión final, necesitaba demostrarme que era libre, así que me quité el bañador y me lancé a correr por la playa con mis cosas al aire, feliz y sin barreras... me zambullí en el agua y disfruté de su caricia en todo mi cuerpo ¡Libre! Claro que me duró poco. Vinieron los municipales y me informaron de que en temporada alta, en aquella playa no estaban permitidos ni perros ni señores en porretas. ¿Y señoras? pregunté yo haciéndome el gracioso, algo mosqueado y para disimular la vergüenza que se había apoderado de mi, mientras tapaba las mías con ambas manos. No les hizo gracia, no entendieron el chiste y me multaron con cien euros.




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