lunes, 4 de noviembre de 2019

Miedo al miedo






De la Red




El perro salía y entraba del agua intentando no mojarse, era uno de esos chuchos pequeños e inquietos de pelo rizado. Finalmente dejó que las olas acariciaran su tripa. Parecía estar solo.
La semana había sido horrible para ella, aún más que los meses anteriores cuando, muy optimista, pensaba que nada podía empeorar; y allí estaba, mirando a aquel perro bañarse y tratando de ordenar sus pensamientos para entender porqué había vuelto el miedo, el viejo conocido que creía olvidado. Acababa de perder su trabajo, la habían despedido en uno de los ajustes de la empresa. Y allí estaba, rumiando su rabia y mirando con incertidumbre al futuro. Había creído que a estas alturas de su vida ya nada podría sorprenderla, que estaba preparada para cualquier inconveniente. Pero no, se sentía perdida, cansada e incapaz de empezar de nuevo.
El perro salió del agua y se agitó violentamente para secarse, un rayo de sol penetró a través de las gotas haciéndolas brillar como estrellas, luego miró a un lado y otro buscando a alguien y salió corriendo, saltando entre las rocas, hasta encontrarse con un joven que caminaba hacia él mirando el móvil. Consultó la hora en el reloj, en realidad no tenía prisa para nada, solo debía pensar qué iba a hacer.
El muchacho del perro se acercaba despacio, cuando la vio alzó la mano para saludarla y se quedó mirándola con curiosidad.
— Hola, no esperaba a nadie por aquí a estas horas, esto está siempre muy solitario. Me gusta venir por eso —hablaba con un marcado acento extranjero
— Lo mismo te digo, he venido porque sé que no suele haber nadie. Quería estar sola, necesito pensar
— Vale, pues ya me voy, no quiero molestarte, pero Raspa ha debido olerte y se ha largado a ver quien eras. Le gusta bañarse en esta cala.
— No, no te vayas, a lo mejor hablar contigo me sirve para aligerar este bloqueo
— Joder, tía ¿qué coño te pasa? si no te importa que te lo pregunte, tienes cara de cadáver y los ojos hinchados. ¿Andas llorando?
— Casi me da apuro reconocerlo pero sí, estoy pasando una mala racha: acabo de quedarme sin trabajo y estoy preocupada y bastante perdida.
— ¡Pues vaya novedad! Eso le pasa a mucha gente. ¿Vas a cobrar el paro? — Movió la cabeza en señal de afirmación — Pues dónde está el problema, de mientras organízate.  Encontrarás otro curro pronto, seguro. ¿Has pensado en cambiar de vida? A veces eso ayuda. ¿Qué te gustaría hacer?
Podría tener unos 19 o 20 años y estaba dándole consejos de cómo enfrentarse a la vida con mucha seriedad, era alto y muy delgado, tenía el pelo rizado, rapado por las sienes y unos ojos muy negros que miraban directamente; en el fondo de ellos brillaba una chispa de inteligencia que se ahogaba en un pozo de tristeza. Qué le pasaba, se preguntó sorprendida, estaba allí contándole a aquel desconocido lo que le gustaría o no hacer. Alejarse quizá de la ciudad, de la gente apresurada, de problemas que ella no podía resolver, de no tener tiempo para casi nada; fue desgranando lentamente cada pensamiento, más para ella misma que para él. Estaba allí porque pensaba que mudarse a un pueblo podía ser bueno para volver a empezar.
— Si quieres te invito a tomar algo y hablamos tranquilamente —propuso él— Vamos, que te veo muy perdida y seguro que no será para tanto. 
¿Qué podía decirle a aquel chico que podría ser su hermano pequeño, al que además no conocía de nada? Y sin embargo se fue con él. Le contó que su jefe se llevaba el dinero de la Empresa y además tenía una amante a la que hacía regalos costosos, con el de la misma. Que Gonzalo, su pareja, se había ido de vacaciones al Caribe para veinte días y no había vuelto en tres meses y que cuando lo hizo pretendía seguir viviendo con ella como si nada hubiera pasado. Estaba seguro, juraba, que lo sucedido en ese tiempo no tenía importancia, había sido un desliz, el clima, las mujeres, el ambiente... Pero había vuelto y no entendía por qué ella ahora quería abandonarle. Pensó en lo que había dejado atrás por él, en lo difícil que había sido adaptarse a un lugar donde no conocía a nadie, en los trabajos que iban y venían, en la sensación de inseguridad, de vivir de prestado. Le atormentaba la idea de que el dinero se acabaría pronto, la soledad la asustaba. A pesar de eso le mandó a la mierda y por si no lo había entendido bien, deletreo la palabra letra por letra M I E R D A, para que le quedara claro, luego recogió sus cosas en bolsas de basura y se las dejó en la puerta de la escalera.  

Anochecía y sobre el mar se extendían las sombras de tintes rojizos. Tomó un café que sabía a achicoria; el bar estaba vacío, la barra era larga y estaba acolchada, todo era bastante cutre, pero el chico sabía escuchar. Ella no podía apartar la vista de sus manos, de dedos largos y oscuros, uñas casi blancas, como las palmas, que permanecían cruzadas sobre la mesa sin apenas moverse. Uno podría ahogarse en la profundidad de sus ojos que la miraban fijamente. El perro dormitaba a sus pies. No sentía vergüenza al contarle a aquel desconocido cosas de su vida privada con total sinceridad. Tal vez fuera porque no le conocía de nada, pronto se iría y no volvería a verle. Como si se estuviera confesando a sí misma le habló de lo rápido que transcurría el tiempo y de lo difícil que era asumir que había pasado sin apenas darse cuenta; de que se sentía engañada, no solo por Gonzalo sino por la vida y eso le ponía triste y con la sensación de que lo había perdido entregada a vivir la parte de los sueños que no era verdad.
Como si no estuviera seguro al hacerlo, el chico puso una mano sobre las suyas y permaneció en silencio un rato, mirándola de nuevo a los ojos, los suyos llenos de comprensión y simpatía.  
— Me llamo Birahim —le dijo alargando la mano—soy de Senegal y llevo siete años aquí. Vivo en el pueblo y trabajo en la mar si consigo enrolarme en algún barco pesquero. Cuando las tripulaciones están completas y no me contratan, trabajo en un restaurante los fines de semana haciendo lo que me manden.
— Mercedes —dijo ella y estrecho la mano que se le ofrecía— todo lo demás ya lo sabes, te lo acabo de contar
Caminaron largamente por la arena, siguieron hablando o permanecieron en silencio; anochecía y el mar estaba oscuro, seguramente iba a llover. No sabía a dónde iba pero le daba igual, no quería que el tiempo pasara, prefería dejarse llevar por aquella sensación agradable que la calmaba en aquel momento. Birahim le pasó el brazo por el hombro y la acercó un poco a él. Le dejó hacer, era exigente y a la vez suave, curiosamente en ese momento no sentía miedo.
— ¿Vives aquí?
— No, en la ciudad. Necesitaba un poco de aire limpio. Puede que me quede.
— ¿Ya sabes dónde? Si quieres te invito a quedarte en mi casa, bueno si es que no te parece mal. Solo esta noche, es tarde ya y así no necesitarás buscar dónde ir.
Hablaba nervioso, como si su propuesta estuviera fuera de lugar, demasiado atrevida. Estaba acostumbrado a compartir casa, le dijo, a vivir en cualquier lado y con gente desconocida, sabía lo duro que era encontrarse solo en medio de la calle por la noche. Por eso se atrevía a ofrecerle un lugar en su casa, ahora tenía un piso pequeño y era solo para él. Mercedes se detuvo y le miró a los ojos. Parecía tan triste, tan prematuramente viejo, esperanzado y tímido que le dio por reír, para sorpresa de él que no sabía qué hacer ni qué pensar. Luego dijo: ¿por qué no? qué podía pasarle, no todo iba a ser malo, alguna vez le pasaría algo bueno y sobre todo no quería volver, aún no. 

Le tomó de la mano, sintió su calor en la suya y se dejó llevar. Espero no ser la mujer que aparece muerta en las noticias de los periódicos, se dijo. Lo que le importaba en realidad no era eso sino qué podría suceder a partir de ese momento. El perro husmeaba en los árboles. Ella caminaba ligera, confiada, sin miedo.




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