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De la Red |
El perro salía y entraba del agua intentando
no mojarse, era uno de esos chuchos pequeños e inquietos de pelo rizado.
Finalmente dejó que las olas acariciaran su tripa. Parecía estar solo.
La semana había sido horrible para ella, aún
más que los meses anteriores cuando, muy optimista, pensaba que nada podía
empeorar; y allí estaba, mirando a aquel perro bañarse y tratando de ordenar
sus pensamientos para entender porqué había vuelto el miedo, el viejo conocido
que creía olvidado. Acababa de perder su trabajo, la habían despedido en uno de
los ajustes de la empresa. Y allí estaba, rumiando su rabia y mirando con
incertidumbre al futuro. Había creído que a estas alturas de su vida ya nada
podría sorprenderla, que estaba preparada para cualquier inconveniente. Pero
no, se sentía perdida, cansada e incapaz de empezar de nuevo.
El perro salió del agua y se agitó violentamente
para secarse, un rayo de sol penetró a través de las gotas haciéndolas brillar
como estrellas, luego miró a un lado y otro buscando a alguien y salió corriendo,
saltando entre las rocas, hasta encontrarse con un joven que caminaba hacia él
mirando el móvil. Consultó la hora en el reloj, en realidad no tenía prisa para
nada, solo debía pensar qué iba a hacer.
El muchacho del perro se acercaba despacio,
cuando la vio alzó la mano para saludarla y se quedó mirándola con curiosidad.
— Hola, no esperaba a nadie por aquí a estas
horas, esto está siempre muy solitario. Me gusta venir por eso —hablaba con un
marcado acento extranjero
— Lo mismo te digo, he venido porque sé que
no suele haber nadie. Quería estar sola, necesito pensar
— Vale, pues ya me voy, no quiero molestarte,
pero Raspa ha debido olerte y se ha largado a ver quien eras. Le gusta bañarse
en esta cala.
— No, no te vayas, a lo mejor hablar contigo
me sirve para aligerar este bloqueo
— Joder, tía ¿qué coño te pasa? si no te
importa que te lo pregunte, tienes cara de cadáver y los ojos hinchados. ¿Andas
llorando?
— Casi me da apuro reconocerlo pero sí, estoy
pasando una mala racha: acabo de quedarme sin trabajo y estoy preocupada y
bastante perdida.
— ¡Pues vaya novedad! Eso le pasa a mucha
gente. ¿Vas a cobrar el paro? — Movió la cabeza en señal de afirmación — Pues
dónde está el problema, de mientras organízate.
Encontrarás otro curro pronto, seguro. ¿Has pensado en cambiar de vida? A
veces eso ayuda. ¿Qué te gustaría hacer?
Podría tener unos 19 o 20 años y estaba
dándole consejos de cómo enfrentarse a la vida con mucha seriedad, era alto y muy
delgado, tenía el pelo rizado, rapado por las sienes y unos ojos muy negros que
miraban directamente; en el fondo de ellos brillaba una chispa de inteligencia que
se ahogaba en un pozo de tristeza. Qué le pasaba, se preguntó sorprendida, estaba
allí contándole a aquel desconocido lo que le gustaría o no hacer. Alejarse
quizá de la ciudad, de la gente apresurada, de problemas que ella no podía
resolver, de no tener tiempo para casi nada; fue desgranando lentamente cada
pensamiento, más para ella misma que para él. Estaba allí porque pensaba que
mudarse a un pueblo podía ser bueno para volver a empezar.
— Si quieres te invito a tomar algo y
hablamos tranquilamente —propuso él— Vamos, que te veo muy perdida y seguro que
no será para tanto.
¿Qué podía decirle a aquel chico que podría
ser su hermano pequeño, al que además no conocía de nada? Y sin embargo se fue
con él. Le contó que su jefe se llevaba el dinero de la Empresa y además tenía
una amante a la que hacía regalos costosos, con el de la misma. Que
Gonzalo, su pareja, se había ido de vacaciones al Caribe para veinte días y no había vuelto en
tres meses y que cuando lo hizo pretendía seguir viviendo con ella como si nada hubiera pasado.
Estaba seguro, juraba, que lo sucedido en ese tiempo no tenía importancia, había sido
un desliz, el clima, las mujeres, el ambiente... Pero había vuelto y no
entendía por qué ella ahora quería abandonarle. Pensó en lo que había dejado atrás por
él, en lo difícil que había sido adaptarse a un lugar donde no conocía a nadie,
en los trabajos que iban y venían, en la sensación de inseguridad, de vivir de
prestado. Le atormentaba la idea de que el dinero se acabaría pronto, la
soledad la asustaba. A pesar de eso le mandó a la mierda y por si no lo había
entendido bien, deletreo la palabra letra por letra M I E R D A, para que le quedara
claro, luego recogió sus cosas en bolsas de basura y se las dejó en la puerta de
la escalera.
Anochecía y sobre el mar se extendían las
sombras de tintes rojizos. Tomó un café que sabía a achicoria; el bar estaba
vacío, la barra era larga y estaba acolchada, todo era bastante cutre, pero el
chico sabía escuchar. Ella no podía apartar la vista de sus manos, de dedos
largos y oscuros, uñas casi blancas, como las palmas, que permanecían cruzadas
sobre la mesa sin apenas moverse. Uno podría ahogarse en la profundidad de sus
ojos que la miraban fijamente. El perro dormitaba a sus pies. No sentía
vergüenza al contarle a aquel desconocido cosas de su vida privada con total
sinceridad. Tal vez fuera porque no le conocía de nada, pronto se iría y no volvería a
verle. Como si se estuviera confesando a sí misma le habló de lo
rápido que transcurría el tiempo y de lo difícil que era asumir que había pasado sin
apenas darse cuenta; de que se sentía engañada, no solo por Gonzalo sino por la
vida y eso le ponía triste y con la sensación de que lo había perdido entregada
a vivir la parte de los sueños que no era verdad.
Como si no estuviera seguro al hacerlo, el
chico puso una mano sobre las suyas y permaneció en silencio un rato, mirándola
de nuevo a los ojos, los suyos llenos de comprensión y simpatía.
— Me llamo Birahim —le dijo alargando la
mano—soy de Senegal y llevo siete años aquí. Vivo en el pueblo y trabajo en la
mar si consigo enrolarme en algún barco pesquero. Cuando las tripulaciones
están completas y no me contratan, trabajo en un restaurante los fines de
semana haciendo lo que me manden.
— Mercedes —dijo ella y estrecho la mano que
se le ofrecía— todo lo demás ya lo sabes, te lo acabo de contar
Caminaron largamente por la arena, siguieron
hablando o permanecieron en silencio; anochecía y el mar estaba oscuro,
seguramente iba a llover. No sabía a dónde iba pero le daba igual, no quería
que el tiempo pasara, prefería dejarse llevar por aquella sensación agradable que la calmaba en aquel momento. Birahim le pasó el brazo por el hombro y la acercó un
poco a él. Le dejó hacer, era exigente y a la vez suave, curiosamente en ese momento no sentía miedo.
— ¿Vives aquí?
— No, en la ciudad. Necesitaba un poco de
aire limpio. Puede que me quede.
— ¿Ya sabes dónde? Si quieres te invito a
quedarte en mi casa, bueno si es que no te parece mal. Solo esta noche, es
tarde ya y así no necesitarás buscar dónde ir.
Hablaba nervioso, como si su propuesta
estuviera fuera de lugar, demasiado atrevida. Estaba acostumbrado a compartir
casa, le dijo, a vivir en cualquier lado y con gente desconocida, sabía lo duro
que era encontrarse solo en medio de la calle por la noche. Por eso se atrevía
a ofrecerle un lugar en su casa, ahora tenía un piso pequeño y era solo para
él. Mercedes se detuvo y le miró a los ojos. Parecía tan triste, tan prematuramente
viejo, esperanzado y tímido que le dio por reír, para sorpresa de él que no
sabía qué hacer ni qué pensar. Luego dijo: ¿por qué no? qué podía pasarle, no
todo iba a ser malo, alguna vez le pasaría algo bueno y sobre todo no quería
volver, aún no.
Le tomó de la mano, sintió su calor en la
suya y se dejó llevar. Espero no ser la mujer que aparece muerta en las
noticias de los periódicos, se dijo. Lo que le importaba en realidad no era eso
sino qué podría suceder a partir de ese momento. El perro husmeaba en los
árboles. Ella caminaba ligera, confiada, sin miedo.
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