sábado, 25 de enero de 2020

Amanda en el río







(Imagen en la Red)







Se había recogido el pelo en un moño desordenado que se escapaba por debajo de la capucha que la protegía del frío. Las manos en los bolsillos y los pasos cortos, indecisos. Parecía perdida en sus pensamientos y muy triste.

Aquella semana había llovido sin descanso, a todas horas, mañana y noche y los campos eran un auténtico barrizal. El río daba saltos, sobrepasando las piedras de buen tamaño que se habían ido depositando en su cauce, a través de los años. En las orillas se rizaba el agua en pequeñas olas, que rompían formando espuma, como si fueran las de un mar complaciente en pleno verano.

Normalmente no le gustaba acercarse al río, pero en días como aquel en que el ruido del agua parecía llamarle, no sabía si por inercia o buscando algo que no iba a encontrar, siempre acababa allí. Entonces recordaba cuando era niña y acompañaba a su abuelo a pescar en el viejo bote de remos, o las tardes de calor recogiendo piedras redondas y lisas, para ir a esconderlas debajo del puente viejo, donde nadie pudiera encontrarlas.  En aquellos días de verano su abuelo le contaba historias sobre la corriente que viajaba hacia el mar, algo que a ella le sonaba a milagro, porque nunca había visto una playa y por tanto tampoco el océano. El río era un ser vivo, le decía, en el que habitaban otros que también respiraban y se movían, incluso los había respirando quietos en el fondo o pegados a las orillas. El viejo los enumeraba y a ella le maravillaba que supiera tantas cosas y que no se le olvidara ninguna, teniendo en cuenta que casi siempre no sabía dónde había dejado las gafas o las llaves, o qué día de la semana era. 

De niña estaba segura de que en el fondo del agua vivían seres fantásticos, extraños, de cuerpos escamosos y caras arrugadas, con nariz, boca y ojos como los de los humanos. Eran buenos o malos, dependiendo de la clase a la que pertenecieran y del humano que se los tropezara, aunque ella no conocía a nadie que los hubiera visto alguna vez. Amanda debía de estar con uno de estos últimos, de eso estaba segura, porque había sido una niña encantadora y buena y solo había procurado felicidad a quienes la habían conocido. Sobre todo a ella, incluso cuando supo que la estaba esperando, incluso porque la había engendrado sin saberlo, producto de un amor, o eso creía ella, que acabó tan de repente como había empezado. 

Ahora no pensaba en la amargura del engaño, ni en el miedo de la maternidad en abandono, ni el dolor del parto y tampoco en la pena de la soledad. Solo pensaba en Amanda chapoteando en medio de la corriente y llamándola desesperada. Solo recordaba su angustia cuando se lanzó al agua y su desesperación cuando la corriente se llevó a su hija sin que ella pudiera hacer nada por salvarla. El pueblo se puso en marcha para buscar a la niña por las orillas, por el fondo, por donde pudiera haber ido a parar su cuerpecito sin vida. Nunca la encontraron y fue por eso que ella estaba segura de que alguno de los seres misteriosos que habitaban el río, la estaría cuidando para que no tuviera miedo y no se sintiera sola.

Los días serenos no le gustaba acercarse a la corriente, si debía pasar cerca procuraba buscar otro camino. Le daba miedo. A veces creía oír un susurro que la llamaba y entonces salía corriendo. Pero los días en que el río bajaba con las aguas llenas de furia, cuando las piedras rodaban por el fondo formando un coro de voces profundas y machaconas, esos días, los gritos de su hija eran tales que tenía que acudir a ayudarla, aunque no supiera cómo. Aquella mañana, mirando fijamente la velocidad del agua en dirección a algún mar en algún lugar lejano, supo cómo podría reencontrarse con Amanda. Lo había pensado otras veces, ahora estaba preparada para hacerlo. Si estaba cerca la encontraría enseguida y si la corriente la había llevado lejos, la llevaría también a ella.





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