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(Imagen en la Red) |
Se había recogido el pelo en un moño
desordenado que se escapaba por debajo de la capucha que la protegía del frío.
Las manos en los bolsillos y los pasos cortos, indecisos. Parecía perdida en
sus pensamientos y muy triste.
Aquella semana había llovido sin descanso, a
todas horas, mañana y noche y los campos eran un auténtico barrizal. El río
daba saltos, sobrepasando las piedras de buen tamaño que se habían ido depositando
en su cauce, a través de los años. En las orillas se rizaba el agua en pequeñas
olas, que rompían formando espuma, como si fueran las de un mar complaciente en
pleno verano.
Normalmente no le gustaba acercarse al río,
pero en días como aquel en que el ruido del agua parecía llamarle, no sabía si
por inercia o buscando algo que no iba a encontrar, siempre acababa allí.
Entonces recordaba cuando era niña y acompañaba a su abuelo a pescar en el
viejo bote de remos, o las tardes de calor recogiendo piedras redondas y lisas,
para ir a esconderlas debajo del puente viejo, donde nadie pudiera encontrarlas.
En aquellos días de verano su abuelo le
contaba historias sobre la corriente que viajaba hacia el mar, algo que a ella
le sonaba a milagro, porque nunca había visto una playa y por tanto tampoco el océano.
El río era un ser vivo, le decía, en el que habitaban otros que también
respiraban y se movían, incluso los había respirando quietos en el fondo o
pegados a las orillas. El viejo los enumeraba y a ella le maravillaba que
supiera tantas cosas y que no se le olvidara ninguna, teniendo en cuenta que casi
siempre no sabía dónde había dejado las gafas o las llaves, o qué día de la
semana era.
De niña estaba segura de que en el fondo del agua
vivían seres fantásticos, extraños, de cuerpos escamosos y caras arrugadas, con
nariz, boca y ojos como los de los humanos. Eran buenos o malos, dependiendo de
la clase a la que pertenecieran y del humano que se los tropezara, aunque ella
no conocía a nadie que los hubiera visto alguna vez. Amanda debía de estar con
uno de estos últimos, de eso estaba segura, porque había sido una niña
encantadora y buena y solo había procurado felicidad a quienes la habían
conocido. Sobre todo a ella, incluso cuando supo que la estaba esperando,
incluso porque la había engendrado sin saberlo, producto de un amor, o eso
creía ella, que acabó tan de repente como había empezado.
Ahora no pensaba en la amargura del engaño,
ni en el miedo de la maternidad en abandono, ni el dolor del parto y tampoco en
la pena de la soledad. Solo pensaba en Amanda chapoteando en medio de la
corriente y llamándola desesperada. Solo recordaba su angustia cuando se lanzó
al agua y su desesperación cuando la corriente se llevó a su hija sin que ella
pudiera hacer nada por salvarla. El pueblo se puso en marcha para buscar a la
niña por las orillas, por el fondo, por donde pudiera haber ido a parar su
cuerpecito sin vida. Nunca la encontraron y fue por eso que ella estaba segura
de que alguno de los seres misteriosos que habitaban el río, la estaría
cuidando para que no tuviera miedo y no se sintiera sola.
Los días serenos no le gustaba acercarse a la
corriente, si debía pasar cerca procuraba buscar otro camino. Le daba miedo. A
veces creía oír un susurro que la llamaba y entonces salía corriendo. Pero los
días en que el río bajaba con las aguas llenas de furia, cuando las piedras
rodaban por el fondo formando un coro de voces profundas y machaconas, esos
días, los gritos de su hija eran tales que tenía que acudir a ayudarla, aunque
no supiera cómo. Aquella mañana, mirando fijamente la velocidad del agua en
dirección a algún mar en algún lugar lejano, supo cómo podría reencontrarse con
Amanda. Lo había pensado otras veces, ahora estaba preparada para hacerlo. Si
estaba cerca la encontraría enseguida y si la corriente la había llevado lejos,
la llevaría también a ella.
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