El silencio trepa por la pared del edificio y
se instala en la azotea, cada hoja de los pequeños árboles que dan sombra y de
las plantas que llenan de primavera el aire es como un milagro de algo
escondido en los recuerdos. Las calles vacías, acá y allá alguien que se
resiste, o que vuelve del trabajo, bastantes paseando a sus mascotas, todos
preocupados por lo que sucede, temiendo al que se aproxima más de lo
establecido y añorando aquello de lo que nos quejábamos hasta hace poco cuando
debíamos salir corriendo para acudir a nuestras obligaciones.
Todo esto lo he visto hoy porque la mañana ha
amanecido soleada y como casi siempre, aunque llueva, he salido a ver si el
mundo sigue ahí, si no se ha perdido el curso de las cosas, si lo que es
razonable, de fundamento impone sus normas. El silencio, como digo, ha trepado
a mi terraza y con él el canto de los pájaros y el ladrido de los perros desde
la cima del Arraiz. Cuando anochecía ayer oí cantar a un mirlo, no me lo creí,
aún falta para la primavera y escucho la vida, puedo oírla y respirar el aire
sin el ahogo del polvo que baila en él.
¿Puede haber algo bueno en una situación como
la que estamos viviendo? Puede que sí, pero no es fácil darse cuenta.
Cuando esta mañana el silencio trepaba por la
fachada de mi casa, yo recordaba otras mirando por la ventana del
camarote en verano. Desde allí arriba podía contemplar la Yosa cargada de
mazorcas de maíz madurando y las vacas pastando en las laderas de los montes
jugosa hierba, haciendo planes para ir a la playa en bicicleta. También
escuchaba cantar a los pájaros y los perros ladraban detrás de las ovejas y el
mundo, mi universo, era perfecto e invitaba a vivirlo apasionadamente.
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