Me he dado cuenta de que todas mis historias
comienzan mirando por la ventana porque ha salido el sol o porque llueve. Debe
de ser que para mí es la manera de comenzar un nuevo día: saber qué hora es y
dependiendo del clima, si será bueno para esto o para lo otro.
Hoy llueve, no demasiado pero el cielo está
cubierto de nubes grises y una niebla que se va espesando baja por los montes
que nos rodean y ocultan a la vista los pinares frondosos que los pueblan. Es
lunes y se supone que es el día de retomar la vida, de salir con prisa, de
consultar las agendas, de ver a los compañeros, de preocuparse por la seguridad
o inseguridad del mercado. Pero yo me siento en la cama y sé que no tengo
prisa, abro las ventanas y escucho pájaros cantando y un silencio apenas
interrumpido por el ruido de algún coche. Huele a tierra húmeda, el olor
proviene de mis macetas regadas por la lluvia de la noche. ¿Qué voy a hacer? me
pregunto sin demasiado entusiasmo. Miro a un lado y a otro y me siento perdida.
Ya he leído, he visto películas, he dibujado, he retomado mis ejercicios en el
teclado, he hablado con unos y otros en video conferencia. Y ahora mismo el
teléfono suena casi constantemente por los mensajes que van entrando.
La ducha solo consigue despabilarme un poco.
Me miro al espejo ¡por dios! qué pelos tengo. Da lo mismo lo que haga con ellos
que ya no los controlo. Los ojos en mi cara me miran borrosos, hay una pequeña
marca en mi nariz producida por las gafas que debo ponerme para hacer todo eso que
he dicho que hago. He abierto de par en par todas las ventanas, necesito que
entre el aire fresco y salga este viciado de todo un día metida en casa. ¿Un
día? no tengo ganas de reírme pero da para ello lo de un día. Si muero de una
neumonía no será culpa del maldito virus, sino de una corriente que me la
provocará. Voy a vestirme, no son tiempos para andar ligera de ropa con las
ventanas abiertas: los balcones y ventanas están llenos de ojos ansiosos
mirando, a la calle naturalmente. Tenemos nostalgia de poder pisarla y pasearla.
Abro el armario donde guardo la ropa que uso
para andar por casa. Generalmente es la que se ha quedado algo vieja, pasada de
moda y me resulta cómoda. La pongo sobre la cama y la miro detenidamente, luego
abro la puerta del que guarda mis modelos nuevos, los que uso cundo tengo
reuniones o quedo con alguien. Allí están, muertos de risa, olvidados. ¿Muertos
de risa? ¿Por qué se dice eso para algo triste, para el olvido? Una vez
empezado ya no sé parar y sigo hilvanando pensamientos, ideas, elucubraciones.
Pero bueno ¿merece la pena?
Y me he dicho: Venga, espabila, no te dejes
ganar esta batalla ¿recuerdas? RESISTIRÉ ¿Y tú qué haces?
Así que me he vestido con uno de mis
pantalones preferidos y la blusa que hace juego, me he quitado las zapatillas y
me he puesto mis bailarinas, he pasado el secador por mi pelo y al menos ahora
no parezco un león. ¿Recuerdas que te toca quitar el polvo y todo eso? Vas a estropear
la ropa. ¡Pues mejor! así me compraré otra el día que pueda salir de tiendas.
Creo que hay que guardar las formas y el aspecto es importante cuando el
desánimo nos atrapa
.
No quiero nombrarlo, pero está ahí. Creíamos
que en una semana, dos como mucho, recuperaríamos nuestras vidas tal como eran.
Pero era un espejismo, no es así y creo que nada volverá a ser igual. Lo que me
gustaría saber es cuáles cosas cambiarán y cuales seguirán siendo las mismas. Y
eso hace que vuelva a ponerme a pensar. Será mejor que cierre las ventanas,
hace algo de frío.
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