Caminaba
ligero para no perder las buenas costumbres, iba a comprar pan, porque era
preciso tener una razón para vestirse y salir a la calle. Le costaba levantarse
pero también le costaba quedarse en la cama una vez que se había despertado. A
través del ventanal del bar de Stefan las cabezas de sus amigos asomaban por
encima del dibujo del cristal opaco. Otra vez iba a ser el último en llegar.
— ¡Vamos Pedro, date prisa! Ya hemos
comenzado la asamblea, estamos hablando de si a los setenta somos o no unos
viejos —Pablo señalaba la silla con la mano— Yo digo que eso era antes, en la
época de nuestros padres, ahora míranos a nosotros. Estamos estupendos
— ¡Bueno, bueno! tampoco es para tanto, a
nuestra edad todo o casi, está ya hecho.
Pedro les observó pensativo, seguramente tendrían
razón, pero él tenía su propia opinión que variaba según el día y la hora. Allí
estaban sentados en la misma mesa de todos los días, en el bar de siempre,
tomando su café cortado, Enrique con leche, Pablo descafeinado y Esteban hoy un
té porque había pasado mala noche. Sin variación una semana tras otra, un mes y
un año. Luego haría la compra y la subiría a casa, como todas las mañanas. Leería
el periódico aunque no le gustara lo que decía y llamaría a la residencia para
preguntar por su hermana que ya no le reconocía cuando iba a verle.
Pero ahora tenía algo nuevo que hacer y por
primera vez desde hacía mucho tiempo se sentía útil para alguien. Elvira, su
vecina del cuarto piso, justo debajo del suyo estaba enferma y debía permanecer
en casa, los médicos le habían aconsejado que durante un tiempo se cuidara. Él
se había ofrecido a ayudarla en lo que necesitase, por eso le llevaba la compra.
Lo hacía encantado, aunque al principio pensó que era un compromiso y estuvo a
punto de arrepentirse.
Era difícil calcular los años de Elvira, a
veces parecía mayor, pero si se arreglaba un poco era una mujer de aspecto
agradable que sonreía mucho y sabía escuchar. Un poco apurada le había pedido a
Pedro que dejara la compra en la entrada para que no se entretuviera. Aunque
ella era viuda y él divorciado, no quería murmuraciones entre los vecinos si le
invitaba a entrar en el piso. No pasó mucho tiempo para darse cuenta de que
aquello era una tontería y muy incómodo si querían charlar un rato. Hacerlo en
el rellano no era precisamente discreto, así que le invitó a entrar a la cocina.
Mientras ella ordenaba las compras cuidadosamente sin siquiera mirarle, él
estudiaba con curiosidad el lugar y a ella misma. El simple hecho le resultaba
tan estimulante que esperaba feliz el momento de volver. Dejaron de parecerle monótonas las mañanas;
cuando amanecía observaba la luz del sol entrando por las persianas y sentía
que los días habían cobrado sentido, que podría hacer cualquier cosa por simple
que fuera y tendría con quien compartirla, que ya los días no tenían cuarenta
horas y tampoco veinticuatro porque se le pasaban demasiado rápidas y apenas le
daba tiempo de ser consciente del presente. Ahora tomaba el café con Elvira en
su cálida cocina y cuando ella se recuperó un poco, en cualquier bar de las
proximidades. Cuidarla se había
convertido para él en una necesidad, estaba tan sola; tenía una hija pero vivía
en Canadá donde se había casado y había tenido dos hijos. A Pedro no le gustaba
hablar de su vida, no lo hacía con nadie y por eso tenía fama de reservado,
pero no le costó demasiado contar a Elvira que su matrimonio no siempre había
sido feliz. No habían tenido hijos y eso los había ido distanciando, o quizá
solo fuera el detonante que les hizo ver que algo no funcionaba. Sabía lo que
era la soledad.
— ¿Tu familia no suele venir a España?. No quisiera perder la amistad que nos une, me
hace mucho bien —la miró a los ojos
— No, hace mucho que no vienen. Raquel se
divorció de su marido y ahora le resulta difícil. Casi siempre he sido yo la
que ha ido a verles.
Hablaba de sus viajes con entusiasmo, del
país tan hermoso que era, de los lugares a los que se había desplazado, a veces
sola y otras con su familia. Había disfrutado mucho, además de sus nietos.
— Yo siempre me he dedicado a trabajar, siempre
estaba ocupado —Pedro parecía hablar consigo mismo— Mi esposa era profesora en
un colegio. Creo que en algún momento, sin darnos cuenta, empezamos a
separarnos y para ella el trabajo también fue un refugio. Debíamos haber
hablado más. Ninguno de los dos se esforzó demasiado y todo acabó.
No sabía qué hacer cuando Elvira no
necesitaba nada, durante un tiempo no se atrevía a acercarse a ella sin la
disculpa de hacerle los recados. Esos días no se veían y se sentía como perdido.
Este era uno de esos. Se fue a la peluquería, le hacía falta un buen corte de
pelo. Después se dio un paseo; para cuando se dio cuenta estaba en la puerta
del bar de Stefan viendo, como siempre, las cabezas de sus amigos asomar por
encima del dibujo del cristal.
— ¡Hombre, Pedro, por fin! Dónde andas, hace
tiempo que no vienes a tomar café. Venga, cuenta, cuenta. ¿Es verdad lo que se
dice?
— ¿Y qué es lo que se dice? Cotillas. No hay
más que cotillas en este barrio. No tengo nada que contar —en sus ojos brillaba
una sonrisa socarrona— Tomo el café en otro sitio donde lo ponen muy bueno y
donde hay buena conversación. Y eso es todo.
— ¡No seas quisquilloso, hombre! Sea lo que
sea lo que te pasa debe de ser bueno porque has ganado en hermosura jajajajaja,
pareces diez años más joven. No decías que no, pues ya ves como siempre estamos
a tiempo para todo.
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