jueves, 16 de julio de 2020

De la inocencia y la verdad















Yo tenía un muñeco pepón, me lo echaron los Reyes cuando era una cría. El cuerpo era de una tela especial rellena de algo especial, pero la cabeza era de 'casco' tenía unos preciosos ojos azules que se abrían y cerraban al moverlo, la piel sonrosada, una nariz chatilla y una boca perfecta de labios entreabiertos; como digo me lo pusieron los Reyes Magos una noche 5 de enero durante varios años. El primero, mi muñeco vestía un precioso faldón de organza, con entredoses de Valencienne y unos patucos de lana con pompón. El segundo le pusieron un vestido corto de piqué blanco y un gorrito tipo marinero del mismo color. Pasó sin descanso por un trajecito tejido de lana con preciosos dibujos en la pechera. El último traje que recuerdo era un pantalón blanco con una camiseta blanca a rayas azul marino y unos primorosos zapatos de charol negro. 

Al principio creía que cada año era un muñeco nuevo y estaba tan emocionada que jugaba con él y no preguntaba por los otros. No sé cómo lo hacían en casa pero, el juguete parecía recién estrenado y la ropita era preciosa, mejor que cualquiera que pudiera llevar uno comprado en la tienda. La inocencia dura poco y una de las primeras lecciones sobre la verdad y la mentira, la ilusión y la desilusión, suele aprenderse pronto. Mi tía, hermana de mi padre, tenía unas manos de oro (eso decía todo el mundo) lo mismo cocinaba, que planchaba con almidón y bucles, que cosía y tejía preciosas ropas para niños; y para muñecos. Así que yo solo veía la belleza del muñeco en su conjunto y no me paraba a pensar en nada más. Cuando pillé a mis hermanos buscando en los armarios y supe que espiaban a los Reyes, comprendí algunas cosas, entre ellas que debía haber sospechado algo, no porque siempre era el mismo muñeco vestido distinto, sino porque siempre estaba en el Belén a lado del delicioso plum-cake que cocinaba mi tía.

Ah! Por cierto. Conservé a mi 'niño' hasta que mi hija tuvo un año y medio, más o menos y muy contenta lo saqué de su caja (siempre lo guardé para esa ocasión) y se lo di para que admirara lo precioso que era. Le metió un dedo en el ojo, luego en el otro y la dejó ciega, se puso a llorar y a agitar a la criaturita y le arrancó los brazos. Hice un ataúd con la caja de cartón y lo enterré en el fondo del armario. Años después puse sus huesos en la basura.





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