martes, 18 de agosto de 2020

Verano

 

 

 

 

 

Cuando la vida pasa deprisa las cosas del futuro son como incógnitas que no deseamos precisamente resolver. Sin embargo vamos recordando las del pasado cada vez que algo en el presente nos deja creer que hemos vuelto allí, al lugar dónde sucedieron, donde fuimos felices. Porque todo lo demás ha desaparecido, lo triste hace eco en nuestro interior como sonando a lo lejos.

¿Qué tiene que ver este verano con los veranos de toda mi vida? He pensado en esto cuando he mirado a la calle vacía que pasa bajo mi ventana. Son las once de la mañana y apenas un par de personas pasean sus perros tranquilamente. Llevan mascarilla. Las sombrillas blancas de las terrazas de los bares cercanos se abren como alas de gaviota, pero nadie se sienta a su sombra a tomar un café y leer el periódico. ¿Se puede decir que esto es un verano aunque sea agosto?

 

Por la carretera de tercera solían oírse el chirriar de las carretas y las voces que arreaban a los bueyes para apresurarles pues había que recoger la hierba, trillar y apilarlo todo en el carro formando camas que olían a fresco y agosto. A los niños nos gustaba trepar a lo alto y hacer el lento viaje mirando el mundo desde otra perspectiva. Luego tomaríamos leche recién ordeñada de nata espesa y sabrosa extendida en un delicioso pan de hogaza que acababa de salir del horno. Después cogíamos la bicicleta y la llanta de una rueda y nos íbamos a la playa a nadar y jugar a las palas.

Fue durante un verano que me di cuenta de que me pasaba algo cuando uno de nuestros amigos me pedía para bailar. Era curioso y me sorprendía porque solo me pasaba cuando era él. Le pregunté a mi amiga Pili si a ella le pasaba y me dijo que debía estar enamorada. Y cómo podía yo saber si lo estaba o no, aquello era algo muy confuso. La verdad es que empecé a pensar en ello o en él diría más bien, con frecuencia. Pili me dijo que sí que debía estar por él porque eso es lo que se siente.

Nuestros veranos estaban llenos de oportunidades. Éramos muchos primos, íbamos en escala y en todas las casas había alguno que era de tu misma edad. Nuestros padres habían decidido hacer intercambios para que todos tuviéramos la oportunidad de tratarnos y sintiéramos la suerte que teníamos por tener tan gran familia. Cada casa tenía sus costumbres y ahora sé que también su nivel de vida. Mi tía Carmina era risueña y de voz dulce, pero tenía un gran carácter, mi tío estaba loco por ella y no podía disimularlo. Cocinaba muy bien y servía la comida en la mesa tan bien puesta que solo de verla ya te daban ganas de comer. En verano me llevaban con ellos unos días a una preciosa casa cerca de la playa. Luego Begoña venía a la mía.  Me gustaba mucho cuando iba con mis tíos Santiago y Loreto, ella era guapísima y muy serena, parecía no enfadarse nunca, pero sí lo hacía y no necesitaba manifestarlo para que todos lo captáramos enseguida. El era un mundo aparte, rodeado de libros, de gente bohemia que cantaban y hablaban de cosas interesantes que yo no entendía. Pasaban los veranos en una casa de pescadores subida sobre una colina mirando al mar y al pequeño puerto con su cala donde íbamos a bañarnos. Nos animaba a comer verduras y frutas, a dibujar y pintar (siempre había utensilios en su casa) y a jugar a cosas que nos hicieran pensar y calcular. El miraba, hablaba poco, solo miraba y parecía leerte el pensamiento con aquellos ojos azules en una cabeza de pelo rubio casi blanco, largo.

El centro del verano, lo bueno de verdad pasaba en la casa de mi madrina, en ella estaba mi abuela y ella era la luz de la familia a la que todos adorábamos. Había una higuera en la parte trasera del jardín que daba unos deliciosos higos que a ella le encantaban. Nosotros, los críos, trepábamos por las ramas con una cestita en la mano que colgábamos de una y cogíamos uno tras otro. Tres guardábamos, uno nos lo comíamos. Nunca he vuelto a probar otros tan buenos. La abuela rezaba, o eso creíamos todos, seguro que sí, con su misal y su rosario sentada a la sombra era un referente de seguridad y raíces. Siempre llevaba ropa con bolsillos y dentro había cosas misteriosas que aparecían de pronto para obsequio de algún nieto. Siempre de uno en uno, en secreto porque tú eras especial, o eso nos hacía creer.

Los veranos de adultos siguieron transcurriendo cerca del mar. Pasaron muchas cosas según hemos cumplido años. Me gustaba el verano porque por fin había un mes en el año en el que podíamos estar todos juntos sin prisas, sin pensar en obligaciones de trabajo. Era el tiempo de dejar el mar y acercarnos a los montes y valles agrestes, recrearse en la naturaleza y respirar otros aires y otra vida.

¿Cuándo dejó de gustarme el verano? Miro hacia atrás y no veo razón, como no sea que ya no quiero sol, que no me gusta pasar calor, ni ir a la playa o el campo y tener que pedir permiso para andar, el ruido en la calle, la dispersión de la familia, cada hijo con la suya buscando lejanos lugares para disfrutar de las vacaciones, la ausencia de algunos seres queridos. Aún así, todavía estaba el mar ahí cerca y algunos paseos semisecretos no descubiertos por muchos por donde llevar al perro sin peligro y charlar mirando a la playa atestada como si fuera otro mundo.

No sé por qué he decidido que no me gusta el verano, porque tampoco me disgusta, no lo espero con ilusión como antaño, solo dejo que llegue y yo lo miro indiferente, nada de lo que me ofrece ahora me parece tan importante. Las calles están desiertas y el mar un poco lejos, no tanto como para no poder ir y volver en una hora, pero no encuentro el para qué. Y hace calor, mucho calor algunos días. Puede que algo consiga hacer volver el verano a mí en algún momento. Estoy abierta y a la espera de que suceda. Tal vez.

 

 

 

 

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