miércoles, 23 de febrero de 2022

La desconocida

 

 

 

 

 

 

 

                                                                          Imagen de la Red

 

Al amanecer, el gallo de la casa vecina, que por cierto, se hallaba a una cierta distancia, cantaba y el sonido penetraba por la ventana abierta del dormitorio, de modo que Fabián tenía despertador, tanto si lo quería como si no. Sentía en la cara una suave brisa, escuchaba a los pájaros cantando alegremente y aspiraba el delicioso aroma a hierba húmeda. Las copas de los árboles movían sus ramas siguiendo el compás del aire. Era un hombre agradecido a su suerte; también era uno solitario y triste. Le gustaba estirar las piernas y sentir el familiar crujido de su rodilla, menos que eso, el dolor sordo al que se había acostumbrado. Echó abajo las sábanas y salió al porche e hizo algunos ejercicios con muy poco convencimiento. Salvo el gallo y el rumor de la naturaleza, todo era silencio. En la llanada, las casas parecían hechas para un cuento, rodeadas de huertos y pequeñas viñas que pronto se volverían doradas. Puso la cafetera al fuego y cortó una rebanada de la hogaza, luego la mojó con aceite de oliva y colocó encima un buen trozo de tomate rojo y jugoso. Sentado en el banco de madera, adosado a la fachada del porche, observó tratando de no pensar.

A veces se preguntaba si había sido buena idea dejarlo todo y esconderse (porque eso es lo que había hecho) en aquel lugar solitario. Durante años había luchado sin descanso para conseguir llegar a donde había llegado y ahora se daba cuenta de que no todo lo que se desea resulta siempre bueno. Pensándolo bien ¿él había querido aquello, o todo se le había escapado de las manos? Allí, por lo menos, no tendría que esconderse de la prensa, de algunas mujeres, de gente que necesitaba cosas que él no podía darles siempre.

Se calzó las botas, recogió el chaquetón y salió decidido al camino. Iría hacia el río y quizá bajara al pueblo a comprar varias cosas que se estaban terminando. El agua bajaba algo turbia, algunas bolsas de plástico se habían enredado entre los carrizos y sauces de las orillas. Se metió entre los chopos para alejarse del barro y también porque le gustaba sentirse protegido entre ellos. Sentado en una piedra mojada, tomó algunos apuntes que quizá se convirtieran en un cuadro. Pasados unos minutos sintió la humedad, fría y pegajosa enfriando sus huesos.

Fue entonces cuando le vio: se acercaba y alejaba del río como si buscara algo, era oscuro y de gran porte, podría ser peligroso y sin embargo sus movimientos eran lentos y elegantes. Se quedó quieto de pronto y levantó la cabeza escuchando algo que solo él podía oír. El hombre paró en seco y se le quedó mirando, esperando que no lo estuviera olfateando a él, quién sabe si era peligroso. Parecía un lobo, pero su pelo brillaba recién cepillado, en el cuello llevaba un grueso collar con una chapa plateada, brillante si le daba el sol. Iba a girarse para no cruzarse cuando oyó la voz: ¡Gringo, quieto ahí! El perro frenó en seco sin apartar la vista del extraño, mostrándose obediente con su dueña. Apenas pudo verla, tomó al animal por el collar y tiró de él desapareciendo en la chopera. Media melena, chaqueta gruesa de lana azul oscuro, unas botas hasta media pantorrilla y un pañuelo anudado a la cabeza como si fuera una cinta para contener los cabellos rebeldes que pretendían escaparse. Ella no le miró. Camino de regreso se preguntaba si le habría visto. En el pueblo le dijeron que era una mujer solitaria que parecía que estaba huyendo de algo horrible pues solía asustarse fácilmente con cualquier ruido imprevisto y que salía huyendo si veía a algún desconocido.

Él mismo era un fugitivo, así que dejó de preocuparse por ella, se preparó algo para comer y se sentó en el estudio a trabajar. Pasó sus dibujos al programa de su PC por si decidía algún día dedicarse a ilustrar libros u otras cosas y después tomó una vez más su chelo para volver a practicar. 

Aquella vez dedicó su música a la desconocida.

 

 

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