jueves, 10 de marzo de 2022

Servido en Frío

 

 

 

 


 

 


 

Mi vida era lo que se dice, una vida normal.

Los fines de semana nuestros padres nos llevaban a casa de los abuelos. Okondo está en el límite entre la provincia de Araba y Bizkaia y tiene muy pocos habitantes. La nuestra no es una casa al uso, sino una casona de más de cien años: Mendibil Goikoa, donde han nacido generaciones de García de Mendibil y que se mantiene en pie gracias a muchos arreglos y cuidados. Mis abuelos eran el alma del lugar y el eje fundamental de la familia. A todos nos gustaba ir a visitarles y mientras vivieron, si podíamos, quedarnos a pasar las vacaciones con ellos.

Nuestro abuelo nos hacía madrugar, nos preparaba el desayuno y nos llevaba al Ganekogorta.

-          Ten cuidado, Inazio, no les hagas caminar demasiado, que beban agua… – aconsejaba la abuela mientras nos besaba, como si fuéramos a la guerra

Caminaba con una ligereza que a nosotros nos obligaba a trotar tras él. Cuando desde algún paraje se divisaba la llanura nos hacía mirar y nos explicaba dónde se encontraba tal o cual edificio, o río o bosque. A mí me encantaban aquellas travesías, pero me gustaba más volver a la casa y encontrar en la mesa de la cocina, una fuente con talos dorados, envolviendo unas deliciosas lonchas de tocino entreverado y curruscante.

Mi abuela se llamaba Blanca y era una buena cocinera. Yo diría que como casi todas las mujeres de los pueblos del País Vasco. Cocinaba cualquier cosa con cualquier producto, por sencillo que fuera y siempre sabía delicioso. Me gustaba mirarla: larga, enjuta, con un delantal azul de grandes bolsillos, en los que siempre guardaba alguna sorpresa o con una cesta en la mano repleta de verduras, recién recogidas de la huerta. Las colocaba cuidadosamente sobre la repisa, escogía las que iba a utilizar, las lavaba y comenzaba el ritual.

-          ¿Qué vas a cocinar, abuela? – Yo estaba siempre haciendo preguntas

 

-          Todavía no lo sé, Jone. Prepararé algo con lo que la huerta nos ha dado hoy. No sé cómo lo haré, así que desconozco qué resultará. Casi seguro que será una crema de calabaza; tenemos muchas.

 

-          ¿No lo sabes? – volvía a preguntar, sorprendida

-          No, a veces no. Me gusta improvisar. Cuando voy a hacer una crema, mezclo lo que tengo en casa: zanahorias, calabazas o acelgas. Luego lo pruebo y sé que ingredientes combinan bien y cuáles no. Sucede lo mismo si quiero cocinar platos más complicados. Así he aprendido que algunos productos se pueden mezclar y otros no.

Sus comidas estaban buenísimas, lo decía todo el mundo que las había probado. De tanto mirarla aprendí a cortar, pelar, machacar y hacer mezclas originales, a moldear croquetas y agitar cazuelas para hacer salsas espesas y delicadas. Me hice mayor y decidí que era lo que me gustaba hacer e iba a dedicarme a ello.

Fui a la Universidad y estudié Cocina. Al terminar salí al mundo laboral como un miura en día de corrida. Ya había sudado bastante, estaba acostumbrada a que los nervios me devoraran, a la inseguridad en el resultado y a las prisas, todo gracias a las clases y a las prácticas. El día de mi primer trabajo serio, pensé que podría con lo que me encontrara.

 

Jon Egia estaba de moda. Era listo, ambicioso y atractivo, pero, sobre todo cocinaba bien. Había abierto su restaurante, El Pilón, en un barrio de casas viejas y ambiente bohemio. Seis mesas, una pequeña barra, luces tenues, música culta y mucha ceremonia. Preparaba platos diferentes, de nombres largos que a veces no se entendían, pero que sabían bien. Tenía éxito. Egia era nervioso y egocéntrico, la fama le llevaba a valorarse y no valorar. Empecé en su cocina haciendo de todo, cualquier cosa que me mandaran me parecía un lujo. ¡Estaba trabajando en el Pilón de Jon Egia e iba a aprender mucho! Pronto mis salsas destacaron entre las de otros. El chef tomó nota y sin decir una palabra, me vi encargada de prepararlas habitualmente. Improvisaba, como le había visto hacer a mi abuela. Mi forma de realizarlos confería a mis guisos profundidad y armonía y un aroma romántico, Tenían corazón. En poco tiempo adquirí confianza en mí misma. Compré una libreta y empecé a anotar las mezclas, los tiempos, las guarniciones, todo lo que utilizaba para cada plato. Pronto tuve un buen surtido de recetas cuyo resultado se servía en las mesas y eran creación propia.

Llevada por mi pasión por cocinar y crear recetas nuevas, no me daba cuenta de que cada vez tenía más responsabilidades y que mi trabajo era anónimo, porque mi jefe era el que recogía las felicitaciones.

-          Debieras hacer algo, Jone –me dijo una tarde Peio-,la mitad, por lo menos, del éxito del Pilón es tuyo. A él le resulta muy cómodo apoyarse en ti y adjudicarse el mérito de tu trabajo

Peio era el sommelier del comedor. Experto conocedor del vino, poseía un buen criterio para recomendarlo, de modo que el cliente pudiera gozar de un perfecto maridaje con el menú elegido. Era un buen compañero de trabajo y resultó ser un buen amigo. Llevábamos saliendo poco tiempo y yo aún no había decidido qué clase de relación quería con él. Me fastidió que me dijera algo que yo ya había pensado, pero no lo quería madurar, quizá por miedo.

 

 


 

Aquel fin de año había sido agotador; servimos muchas comidas y cenas, casi todas familiares y caí enferma.  Me dolían la garganta, los oídos y tenía bastante fiebre, así que tuve que quedarme en casa. Volví a las cocinas como un náufrago que ha permanecido en una isla. Tardé un par de días en darme cuenta de que, por más que la había buscado, mi libreta de recetas había desaparecido. Pregunté. Nadie sabía nada y no supe ver que todos se miraban entre sí y trataban de no mirarme.

Estaba muy enfadada. A partir de ahí comencé a verlo todo de otra manera. Hablé con mi jefe y le avisé de que, sin mi libreta, podía ser que los platos no salieran igual. Que seguramente modificarían su sabor, porque nunca los hacía de la misma manera, salvo cuando miraba mis notas.

-          Vamos a ver, Jone -me miró fijamente por encima de las gafas-, no son tus platos, no son tus recetas; todo lo que se sirve en El Pilón son creaciones mías, no importa quién las haga. Supongo que comprenderás esto. No puedo decir que son de cada uno de mis ayudantes. Es necesario que haya un solo creador, unos sabores propios del lugar. Podrás arreglártelas. Comienza un nuevo recetario.

Lo hice. Llevada por la rabia creé platos consistentes, picantes, llenos de sabor y cuerpo y tomé notas, solo que ahora me llevaba el cuaderno a casa.  Pronto los clientes notaron el cambio. Una mañana fui al despacho del chef, para entregarle la nota del menú que había preparado para aquel día. No había nadie. Puse la hoja sobre la mesa y contemplé el lugar con curiosidad. Tenía muchos libros de restauración, bien ordenados en una pequeña biblioteca y entre ellos, mi agenda de apuntes para recetas, la que él me había dicho que no sabía dónde estaba. El trabajo de mi vida entre pucheros.

Aquel día me hice un propósito y una promesa.

Ha pasado el tiempo. Me ha costado mucho, pero lo he conseguido. He abierto mi propio comedor, cerca de El Pilón, en una lonja con ventanas enrejadas que semejan balcones, a la que se llega subiendo unos peldaños y tiene techos artesonados. Se llama Servido en Frío (espero que lo haya entendido) Peio es ahora mi socio. Antes de irme, entré en el despacho de mi ex jefe y me llevé mi agenda. Tenemos éxito. Creo que ya le hemos quitado algunos clientes. En cierto modo no es que me sienta orgullosa, pero la satisfacción que me produce nuestro éxito, no la puedo remediar. No soy perfecta.

 

 

 

 

 

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