Cuando
padre y madre vivían, siempre nos habían dicho que debíamos repartir
entre ambos la casa, las tierras y el dinero y que no estaría bien que
discutiéramos. Por eso cuando ambos murieron, mi hermano y yo decidimos
seguir viviendo juntos en la que había sido la casa de nuestros abuelos.
Nos
llevábamos bien y tal como haríamos con la casa y las tierras en su
momento, repartimos los trabajos de la hacienda sin discutir ninguna
cosa. A él le gustaba madrugar y trabajar la tierra y yo prefería
quedarme en el establo y cuidar los animales, reparar cercas y goteras y
hacer recados en el pueblo. Pero fue él quien, un día, bajó allí y
trajo a Amelia. Primero de vez en cuando para que se familiarizara con
el lugar y viera si podría gustarle vivir allí y luego cuando se
casaron.
Yo estaba asustado, no me hizo gracia que llegara una
intrusa y compartiera nuestras manías y modo de vivir. Seguro que iba a
cambiarlo todo y acabaría fastidiándome. Pero resultó que no, que Amelia
era una mujer tranquila, concentrada en sí misma, siempre sonriente y
trabajando sin parar. Parecía muy dulce y servicial y mi hermano cambió
totalmente; reía a menudo, incluso cantaba mientras pasaba el tractor y
siempre andaba lavándose y presumiendo para agradarle a ella. Incluso yo
me sentía extraño, como más feliz. También quería estar más presentable
y cuidaba mis uñas y mi pelo, cambiaba de ropa a diario y me preocupaba
de que el baño quedara limpio cuando salía.
Amelia cocinaba muy
bien y tenía la casa limpia y ordenada. Organizó el piso alto para que
fuera como una especie de casa para mí, con un dormitorio y algo así
como una sala. Si yo lo quería podía retirarme a aquel sitio y disfrutar
de independencia. Pero a mí me gustaba mirarla, sobre todo cuando en
invierno nos sentábamos en la cocina y ella preparaba la cena o cosía o
leía. Yo prefería mirarle a ella más que ver la televisión. Mi hermano
se acomodaba en la butaca y disfrutaba viendo partidos o tertulias, pero
yo observaba cómo ella ladeaba la cabeza de aquella forma tan peculiar o
cómo retiraba aquél mechón de pelo que continuamente le tapaba un ojo.
A
veces olía el jersey que colgaba de la percha, detrás de la puerta. Lo
dejaba allí para poder usarlo si salía al pequeño jardín que cuidaba.
Olía a limón y menta. Toda ella tenía un aroma fresco y la piel le
brillaba de tanto frotarla. Empecé a fijarme en ella cuando se puso
morena de trabajar al aire libre en el huerto. Parecía acharolada y
turgente. A veces la ropa se pegaba a su cuerpo, por el sudor y yo podía
ver sus pechos firmes y sus pezones duros, destacando bajo la tela fina
de su bata de trabajo. No podía apartar los ojos. En alguna ocasión mi
hermano me pilló mirándola pero ni el me dijo nunca nada, ni yo le
comenté nada a él. Durante unos días tenía cuidado con lo que hacía,
para no molestarle y luego volvía a mi afán por contemplarla.
Creo
que ella acabó dándose cuenta, porque empezó a dejar entreabierta la
puerta de su dormitorio y yo a pasar por delante como si fuera a algún
sitio y así poder verla sentada delante de su cómoda con aquella ropa
fina y transparente, que me hacia imaginar cosas, mientras se peinaba.
Una mañana, cuando quise entrar al baño, la encontré metida en la bañera
con su cuerpo pálido y hermoso sumergido en el agua jabonosa. Soltó una
carcajada cuando vio mi azoramiento e indicó con una mano que me fuera.
No había echado el cerrojo al entrar. Había sido un olvido, me dijo
luego.
Empecé a soñar con ella, lo hacía a todas horas. Me
imaginaba cosas inconfesables, hacía planes como si pudiera contar con
su compañía para llevarlos a cabo. La deseaba. La quería para mí. Y a
medida que ella me tentaba más y más , yo iba perdiendo la cabeza. Mi
hermano empezó a ir al pueblo una vez a la semana. Habían venido los de
Comisiones Agrarias y le habían aconsejado acudir a unos cursos, que
iban a impartir para mejorar el tratamiento de los cultivos y así
conseguir mejores cosechas.
Y me volví loco, ella me volvía loco.
Caminaba por el campo con el pelo suelto al aire y la falda recogida
sobre las rodillas, iba a bañarse desnuda al río cuando hacía mucho
calor. Yo la seguía como un perro faldero hasta que un día no pude
aguantarme más e intenté apoderarme de lo que era de mi hermano. Me hizo
perseguirla. Su risa clara resonaba por los bancales como si cantara un
pájaro. Parecía que iba a alcanzarla y desaparecía de mi vista. Cuando
por fin dejó que la pillara me dio a probar el sabor de su boca y me
dejó saborear el tacto de su piel.
Mi hermano se volvió
taciturno, apenas hablaba y ya no se reía a todas horas. Se pasaba el
tiempo en el campo y cuando volvía, parecía tan cansado que daba pena.
Amelia y yo nos preguntábamos a veces qué le pasaría. Pero estábamos tan
ávidos el uno del otro que no pensábamos en que él pudiera darse cuenta
de nada.
Aquél día nos habíamos dedicado a comer cerezas,
sentados al borde del río. Amelia llevaba puesto solamente un
pantaloncito corto, que estaba mojado, porque nos habíamos bañado y aún
manteníamos los pies metidos en el agua. Yo ponía una cereza en mi boca y
ella la mordisqueaba con sus dientecitos glotones, luego yo bajaba mi
lengua, que rezumaba el jugo rosado, por su pecho y lo lamía. Entonces
llegó él.
No le habíamos visto; era demasiado pronto para que
hubiera vuelto. Estaba allí parado con los brazos en jarras. En sus ojos
brillaba una extraña luz, mitad sorpresa, mitad decepción. Amelia
corrió a ponerse algo por encima y yo tapé con mis manos la evidencia de
mi excitación. No pude hacer otra cosa porque mi hermano se lanzó sobre
mí y de un empujón me tiró al suelo. Caí sobre el río con la cara
pegada contra el fondo. Una piedra rompió mis dientes y la sangre empezó
a extenderse por el agua poco profunda. Yo me ahogaba, el agua se metía
por mi nariz y se adentraba por mi garganta. Mi hermano apretaba mi
cabeza cada vez más fuerte hasta que, de pronto, aflojó la presión y
cuando ya creí que me ahogaba, pude sacarla de golpe, aspirando el aire
alocadamente.
Entonces me di cuenta. El estaba tumbado sobre la
hierba mirando al cielo y de su cabeza brotaba un hilo de sangre que se
fue extendiendo poco a poco. No respiraba. Levanté la vista y vi a
Amelia mirarnos aterrorizada, en su mano derecha aún tenía sujeta la
piedra con la que le había golpeado en la cabeza. Cuando vio mi mirada,
la soltó dando un grito y salió corriendo hacia la casa.
Me
declaré culpable, cuando vino la policía. No sé por qué lo hice. Quizá
porque la quería, o tal vez porque me sentía realmente culpable. Aunque
creo que ella me convenció, llorando, de que no podría soportar la
cárcel. No ha sido mucho tiempo, dijeron que había sido defensa propia.
Ahora no sé dónde ir. Ella ha heredado la mitad de la casa, de las
tierras y el dinero. Podría reclamar mi parte, tal vez lo haga. Pero no
ahora. Prefiero no verla, porque si lo hago temo que volvería a
desearla.
No hay comentarios:
Publicar un comentario