sábado, 23 de noviembre de 2013

Buscando -sé







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Horacio Márquez Valverde había nacido en el pueblo. Su infancia transcurrió feliz entre juegos, coscorrones y alguna paliza de su padre cuando se la merecía. Estudió en la escuela. No era culpa suya no saber más, ni tampoco de la maestra que, con paciencia, enseñaba a cada niño lo que correspondía a su edad.

Cuando cumplió los veinte le propusieron para alcalde. Como no se presentó nadie más, salió elegido por mayoría. Y así ayudaba a su padre en las labores del campo, a su madre en las tareas del hogar escurriendo la ropa de la colada, cargando los pesados baldes y bolsas y trabajaba para los vecinos sin que a nadie, incluido él mismo, le pareciera justo pagarle un sueldo.

Asumió su trabajo corporativo con mucha aplicación. Administraba los cuatro reales que había para pagar los gastos, que no eran muchos, y ahorraba si algo sobraba, con la ilusión de poder hacer cosas para mejorar la vida del pueblo.

Horacio Márquez Valverde se sentía feliz. En una reunión en la alcaldía, propuso hacer un parque infantil en la plaza del pueblo, para que jugaran los niños. Pronto se originaron corrientes de opinión. Unos decían que un parque infantil era un lujo que no necesitaban, naturalmente lo decían los que no tenían niños. Otros opinaban que ese dinero debiera dedicarse a poner un Club de jubilados y otros creían que mejor sería adecentar el viejo dispensario médico. Al final, con la ayuda de la Caja de Ahorros de la provincia, se hizo el parque infantil bajo la promesa de que las otras cosas estarían en lista y se llevarían a cabo lo antes posible.

Los vecinos estaban contentos, Horacio Márquez era un buen alcalde, así que a la siguiente elección volvieron a votarle. El orgulloso edil caminaba por el pueblo pisando fuerte, contemplando los macizos de geranios, regalo a la comunidad de Viviana la de la Quinta, que era muy buena jardinera, las dos farolas nuevas de la calle principal y la fuente en medio de la plaza, a la que habían bautizado, por votación popular, con el nombre del alcalde.

Horacio descubrió una tarde que Enriqueta Bartolomé, la hija del boticario, se había convertido en una real moza, así que empezó a rondarla discretamente. Ella tenía un cuerpo recio de piernas firmes y pies grandes, el pelo moreno y rizado y ojos color miel que le miraban entre asustados y sugerentes. Enriqueta había pasado seis meses en Francia, en casa de una de sus tías, y chapurreaba un poco francés y hablaba de otras costumbres y de sitios que Horacio no sabía ni que existían. Estaba deslumbrado.

Cuando el farmacéutico supo de aquella relación, agarró a la niña y la mandó de vuelta a Francia. Horacio perdió de pronto toda su arrogancia y pasó de sentirse un hombre triunfador al que sus vecinos respetaban, a creerse un fracasado, comidilla de los chismorreos del pueblo. Pero, sobre todo, no podía soportar el dolor que le subía desde el vientre hasta el corazón y aquella sensación de soledad. Tenía que hacer algo o se moriría. Así que abrió la caja del Ayuntamiento, se embolsó los pocos dineros que contenía y se dijo que se lo debían después de tantos años de dedicación. Se despidió de su madre, que lloraba desconsolada y se fue.

Horacio Márquez Valverde voló a América y rondó de un lado a otro hasta que acabó en Ohio y allí hizo lo que mejor sabía, dedicarse al campo. Tuvo buenos patrones y no le fue mal. Guardaba parte de su jornal y cuando tuvo suficiente compró seis ovejas y luego otras seis y después un terreno alejado del pueblo y entre los vecinos y él hicieron una casita. Las ovejas aumentaban cada temporada, cultivaba la tierra siguiendo sus viejas costumbres. Era un hombre serio que suspiraba a menudo dejando sorprendidos a los que le rodeaban. Horacio seguía enamorado y el amor verdadero no se olvida fácilmente. Sentado en el porche de su casa, por las noches, cuando el cuerpo se relajaba del trabajo y la brisa lo hacía temblar de ansiedad, se preguntaba qué sería de Enriqueta Bartolomé y si ella ya le habría olvidado.

 Por las cartas de su madre supo que Pedro Alcaide, el boticario, había muerto en la trastienda de la farmacia. Le acompañaba Sarita, la Ramalazo. «Estaba ayudándole» dijeron los vecinos, entre miradas cómplices. Enriqueta acudió al entierro y se fue después.

Horacio se casó con Marga Solares, aquella muchacha rubia de mejillas sonrosadas y sonrisa deslumbrante, que trabajaba de ayudante en la barbería de su padre.  Marga enseguida supo que aquél hombre era bueno y que estaba triste. Ella se encargó de seducirle y hacerse imprescindible. Para cuando Horacio se dio cuenta ya estaban casados y la muchacha manejaba su casa con mano firme y segura.

Las cosas mejoraron mucho para Horacio. Pronto aumentó la familia y la casa hubo de ser ampliada. Su rebaño había crecido sustancialmente, así que ella decidió montar una tiendita en el pueblo donde vendía quesos, cuajadas, todo producto de la leche de sus rebaños. Y así con trabajo y paciencia se convirtieron en personas acaudaladas, el dinero se acostumbró a ellos y acudía a sus bolsillos cada vez más fácilmente. Horacio era y no era feliz, sentía aquel amargor en el fondo de su corazón que parecía no diluirse nunca. Así y todo a menudo daba gracias a su suerte.

Esperando a que llegara el buen tiempo, un día sintió que la vieja nostalgia de antaño le asaltaba continuamente. Olía los viejos aromas de la madera ardiendo en los hogares de su pueblo y veía ojos oscuros y cabellos negros y rizados en todas las mujeres que se cruzaban en su camino. Tenía ganas de algo, se moría por ese algo y no sabía qué era. Empezó a languidecer, no prestaba atención a las cosas y Marga empezó a hablarle de médicos y vitaminas. Una mañana, mientras desayunaban en la cocina, él le propuso viajar a su país y tomarse unos días de vacaciones. «Te gustará, ya lo verás» Le dijo persuasivo. Ella lo pensó un poco y como era práctica, afirmó que los dos no podían irse a la vez ya que alguno debía cuidar sus negocios. Y Horacio se fue a la ciudad, tomó un avión y se presentó en su pueblo.

Su llegada causó expectación entre sus paisanos. Pronto empezaron a correr rumores de que había ganado buenos dineros por aquellas tierras lejanas. Su madre estuvo llorando cuatro días seguidos, le besaba y abrazaba cada diez minutos como si quisiera apresarlo para que no volviera a desaparecer de nuevo. Su padre le miraba en silencio. También le dijo que Enriqueta llevaba un tiempo en el pueblo.

Una tarde, paseando por la chopera, se encontraron sin previo aviso. Se miraron, incrédulos de verse y luego, como si el tiempo no hubiera pasado, se abrazaron largamente, en silencio.
Volvieron a mirarse a los ojos por ver si reconocían el viejo brillo y luego se sentaron a la sombra del árbol donde tantas veces se habían besado. Hablaron de sus vidas. Ella había enviudado hacia un año más o menos y no tenía hijos. Estaba liquidando los bienes de su padre el boticario. Había trabajado de profesora de idiomas en París, hasta que conoció a su marido, que era italiano y la llevó a vivir a Siena. Compraron una casita antigua en medio del campo en los alrededores de la ciudad y habían sido felices hasta que a él le dio un infarto. Tenían una tienda de regalos para turistas que funcionaba muy bien. Pronto volvería allí.

Aquella noche Horacio no pudo dormir. Su corazón había pasado del punto final al punto y coma y estaba confundido. Podría convertir en realidad el sueño de su vida, ahora. Esa idea le hacía temblar de pies a cabeza. Allí, en ese momento, su hijo, el rancho, los negocios y Marga permanecían envueltos en una densa niebla de olvido.

Cuando, con el corazón en la mano, temblando como un chiquillo, habló con Enriqueta, esta le miró asustada. Encontró la idea descabellada y le aseguro que aún no había olvidado a su marido.

Decepcionado, sintiéndose estúpido, Horacio volvió a la realidad. Se despidió de sus padres y voló a Paris y Colonia. Recorrió Europa y acabó su viaje en Italia. Se sentía perdido. Trató de olvidar la tormenta interior que sentía con alguna mujer fácil de conquistar, pero resultaba amargo después. Sentado en medio de la gente en las terrazas de los cafés, o en el bullicio de las ciudades, en todo momento sus pensamientos daban vueltas en su cabeza luchando por definirse, por aclararle qué era lo que deseaba realmente.

Se había confundido una vez, había dirigido sus pasos en la dirección equivocada. Había cruzado el océano cuando en realidad su destino estaba en Paris. De nuevo se encontraba en una encrucijada.

Llegó a Italia en primavera. Recorrió Florencia emocionado por la grandiosidad de la ciudad. Cada rincón, el aroma y el sabor de las comidas se hicieron extraños para él. Observaba a otros que, solitarios como él mismo, iban y venían buscando algo.

Desde Roma bajó a Nápoles. Volvió de Capri emocionado por la belleza del azul intenso de las aguas del Mediterráneo. Esa noche durmió agitado, sintiendo que no quería seguir solo.

Por la mañana, después de un largo paseo, se sentó a contemplar el bullicio de aquella ciudad tan viva y entonces se fijó en los niños que jugaban en la calle. El corazón le dolía por la nostalgia, deseó tener de nuevo una criatura con la que jugar. Y entonces supo lo que tenía que hacer. Regresaría de nuevo a casa, pero ahora sería libre, sabiendo dónde estaba de verdad su lugar. Allí le estaban esperando. Y eso era una suerte. Por fin lo había comprendido.