lunes, 25 de noviembre de 2013

Camada



El pacto del bosque (desconozco el autor)



El grito resonó en el silencio del bosque, se deslizó por el aire y como una flecha atravesó la espesura de los árboles hasta perderse a lo lejos. Le siguió el llanto de un niño y después el silencio.

La casa, si se podía llamar así, estaba construida en madera, el tejado de tablas y ramas secas y la chimenea abierta en un tajo que, cuando llovía, dejaba pasar el agua y apagaba el fuego si era fuerte. Se componía de dos piezas separadas entre sí por un entablado rústico; una era el dormitorio y el resto servía de cocina, comedor y por las noches se utilizaba para que los niños durmieran.

Hilda soplaba sobre las hojas secas y los palos para encender el hogar. Bruno, desnudo, se lavaba en la palangana esperando el desayuno. Los niños, sentados en el suelo, les miraban sin decir nada, como muñecos colocados en un estante.

La madre dispuso los cuencos llenos de leche caliente, en el centro nueve pequeñas porciones de pan oscuro y seco para ella y los niños y una mayor untada en grasa, para el hombre. Cuando él se hubo sentado, hizo un gesto con la mano y los niños formalmente lo hicieron también.

— Sixto, baja la vaca a los pastos de Roble Viejo —dijo el padre dirigiéndose a un muchacho de unos catorce años, moreno y cetrino que no le miraba a los ojos, como atemorizado— lleva algo para comer y quédate allí. Necesitarás tres o cuatro días para que coma lo suficiente, que pronto llegará el mal tiempo.

— Marcelo, repara la cerca. Te lo estoy diciendo todos los días, no tientes mi paciencia.

Y así, uno por uno, fue asignando labores a cada uno de sus hijos y a las hijas les tocó ayudar a la madre en las labores de la casa y el huerto. Después se puso el capote, colgó el zurrón bien provisto a su espalda y subido en el mulo desapareció por el camino sin una sola palabra más.

Era lo mismo que hacía casi todos los días. Cuando se quedaba en casa permanecía tumbado en el catre, durmiendo o contemplando el techo. Hilda, en esos días salía fuera de la casa y se perdía entre los sembrados y las matas de vainas o tomateras, deseando no ser vista. Sabía que si la veía él podría requerirla en la cama y también sabía que de ese momento de placer, que para ella era un tormento, nacería otro hijo y ya serían nueve. Y ella no deseaba más hijos, más dolor y miedo, más bocas que alimentar y que vestir y más preocupación cuando los niños enfermaban y no sabía cómo ayudarles.

Aquella noche Bruno volvió violento, había bebido demasiado y todos sabían que cuando eso pasaba convenía desaparecer y no ser visto. Los niños se acostaron pronto en sus colchones junto al hogar, Hilda salió fuera de la casa paseando febrilmente esperando que se durmiera.

— ¿Dónde estás mujer, tendré que esperarte mucho tiempo? —Las palabras se atropellaban en aquella boca de lengua pastosa— ¿Vienes o tendré que ir a buscarte? No me hagas ir.

Fue peor que otras veces. El hombre había perdido el control, nunca había sido delicado, pero aquella noche fue violento, grosero y humillante. De nada sirvieron sus súplicas, finalmente cedió sintiendo que algo moría en su interior para siempre. Por la mañana le dolía todo el cuerpo, en su vientre parecía que había anidado una serpiente que se revolvía violenta. No podía levantarse, pero tenía que hacerlo. Una vez más encendió el fuego, se aseo y preparó el desayuno. Los niños se sentaron silenciosos a la mesa y el hombre se fue montado en su mulo.

Dos meses después supo que estaba en cinta. Dos meses más tarde, cuando su hijo mayor lo supo, preparó sus escasas ropas y algo de alimento y dejó la casa. Iba a buscarse la vida, le dijo, si no lo hacía pronto iba a matar a su padre sin remedio.

Era evidente que esperaba otro hijo y entonces, como si estuviera avergonzado, Bruno la dejó en paz. También fue porque el hijo mayor se había ido. Miraba a los que le seguían, algunos hombrecitos ya y temió que ellos también se fueran. Hilda pudo vivir en paz hasta que el hijo decidió nacer.

Como siempre se fue al bosque, colgó de su espalda el zurrón que estaba preparado para aquellas ocasiones y se metió entre la espesura, lejos de la casa para que nadie la oyera. Allí, en la intimidad del monte, en medio de la Naturaleza, chilló con todas sus fuerzas apretando para que aquel tormento pasara pronto. Lloró implorando ayuda, que alguien la cuidara, se lamentó por todos los días de trabajo y sufrimiento, por los dolores pasados con el nacimiento de cada uno de sus hijos, por el frío, el hambre y la soledad. Cuando el niño resbaló entre sus piernas, lanzó el último grito de agonía y se dejó caer en el suelo. Luego que hubo descansado un momento, cortó el cordón con el cuchillo desinfectado por el fuego y lo anudo en el vientrecito de su hijo. No quería mirarlo, ni saber si era niño o niña, solo quería que aquel momento pasara pronto y poder olvidarlo después.

Tapó a la criatura, que lloraba como si intuyera su destino, lo cubrió hasta que solo fue un envoltorio. Estuvo así, con él en brazos, sintiendo el calor que desprendía su cuerpecito convulso, tratando de recuperarse, luego reunió todas sus fuerzas, apretó al niño contra su pecho que ya rezumaba las primeras gotas de alimento y le dejó mamar. Después apretó su cabeza con fuerza de modo que la nariz del niño quedó aprisionada y no podía respirar. ¡Mamaba con tanta avidez! iba a ser un niño muy fuerte, luego poco a poco dejó de chupar sin apenas moverse, como resignado con su destino.

Se puso en pie y con mucha dificultad se adentró en el bosque. Luego cavó un hoyo y cuando fue lo suficientemente profundo enterró a su hijo. Cubrió el hueco con ramas y hojas y se quedó allí, de rodillas, contemplando el suelo con los ojos secos, sin pestañear, con la cabeza hueca sin pensar en nada. Luego, pesadamente, recogió todo en el zurrón y se dirigió hacia la casa.

— ¿Nació ya el hijo, mujer? —Preguntó Bruno cuando vio que había desaparecido la tripa y Hilda tenía mala cara— ¿qué ha sido esta vez?

— No lo sé. Nada. Lo he matado y no quise saberlo.

— ¿Lo has matado?

— Sí.Y no te acerques a mí nunca más. No quiero más hijos. Si no te interesa, vete —Hilda golpeaba con el machete el cuello de un pollo hasta desprenderlo del cuerpo.

Algo en la expresión de la mujer le hizo comprender que hablaba muy en serio. Miró aquella mano que subía y bajaba descargando golpes que parecían un aviso.

Ella le miró desafiante, se dio la media vuelta y continuó trabajando en silencio.