lunes, 25 de noviembre de 2013

¿Dónde el amor?





Bajada de la Red




Le había costado tomar la determinación de volver. Regresar al pasado. Cuando se ha estado huyendo de él, es como sumergirse en una bañera y olvidarse de respirar.

Aquella mañana las hojas dejaban resbalar muy despacio las gotas del rocío. Por entre los árboles, la niebla se mezclaba con los primeros rayos del sol. Aneley recorría el camino como había hecho antes, cuando aún llevaba su cuaderno bajo el brazo y la bolsa de cuero con la comida del día. Nada había cambiado demasiado. El pueblo seguía dormido entre los campos de labranza y las casas se iban desmoronando de puro abandono. Un día comprendió que las cosas cambiarían pronto para ella. Se hacía mayor. Su padre decidiría con quién debía casarse y si nadie la quería, su futuro era quedarse en casa ayudando a su madre en las labores de la granja y la casa. La sola idea de un horizonte tan pobre la enfermaba. Lo que ella quería era descubrir el mundo, hablar con gente distinta a la del pueblo, aprender y todas esas cosas no estaban allí sino muy lejos. Por eso se aplicaba en la escuela. Intuía que saber todo lo que le ensañaban en ella sería necesario para encontrar lo que ansiaba.

En aquellos días era una interrogación de 13 años, con un precioso pelo negro y brillante recogido en una gruesa trenza y los ojos más inocentes que jamás se hubieran visto. Yendo y viniendo por aquel camino la curiosidad ponía en su cabeza miles de preguntas. Sobre la soledad, la Naturaleza, el por qué de que todo naciera, creciera y muriera cada temporada. Quería entender lo que unía a un hombre y una mujer. Por qué se hablaba de amor y si era amor lo que sus padres tenían. Los miraba sentados a la mesa, silenciosos, ella con la mirada fija en el plato o sirviendo la comida a su padre con mano temblorosa y expresión asustada. El con aquella mirada dura, que parecía desnudar tu alma hasta saber tus más íntimos pensamientos. A veces, por la noche, les oía discutir, escuchaba a su madre suplicar aunque no entendía bien sus palabras y luego ruidos extraños que duraban poco. Al final se hacía el silencio. A la mañana siguiente su madre parecía aún más triste que antes y más concentrada en sí misma.

«Madre, ¿de dónde viene los niños? y ¿cómo es el amor del que habla todo el mundo?» Le preguntó cuando aún era pequeña. «Cuando seas mayor te lo diré» Y cuando llegó el momento, su madre le dijo que de esas cosas no se hablaba y menos a una jovencita como ella. La mañana que sangró empezó a temblar. Seguro que estaba enferma, pensó angustiada. «No, no estás enferma, esto te pasará todos los meses durante toda tu vida» le dijo su madre. «¿Por qué?» le preguntó llena de asombro «es un castigo de Dios a las mujeres» le aclaró ella. «Explícamelo, ¿Por qué ha tenido Dios que castigar a las mujeres, madre»? «De estas cosas no se habla, hija» le dijo y no volvieron a tocar el tema nunca más.

Tanok empezó a acompañarla a casa por el camino del bosque. Se sentaba a su lado cuando comían si hacía bueno en el jardín de la escuela y si no, en el viejo comedor destartalado. No supo qué hacer cuando la tomó de la mano haciendo que por su espalda corriera aquella corriente eléctrica que la asustó. Mucho más lo hizo cuando la empujó contra un árbol y metió su mano por debajo de su falda de algodón floreado. Acarició sus muslos y sus piernas empezaron a temblar. ¿Qué debía hacer? ¿Por qué se sentía tan débil? Como no sabía las respuestas, echó a correr por el camino de tierra, sin mirar atrás, asustada y con la cara caliente y arrebolada. Pero aún pudo escuchar la risa de su amigo que, parado delante del árbol, con los brazos en jarras la veía correr, divertido y excitado.

A menudo le asaltaba aquella profunda curiosidad por encontrar respuestas a todas las preguntas y por saber por qué sentía, cuando estaba con Tanok, aquello tan diferente a todo lo que había sentido hasta ahora. Por eso le dejó tocar sus pechos y que volviera a introducir la mano bajo la falda, pues llegó el día en que ella deseaba ansiosamente que lo hiciera. ¿Qué misterio se escondía en aquello, de dónde surgía aquella ansia que la atraía hacia Tanok de una manera irresistible?  Un día Tanok se tumbó junto a ella entre las hojas secas, la besó en los ojos y por fin su lengua recorrió sus labios y después de muchas caricias que la hacían derretirse por dentro, se colocó sobre ella e hizo estallar el universo con aquella misteriosa parte del cuerpo de su amigo, que crecía con solo tocarla. La rompió por dentro, se sintió atada al poder que emanaba de aquel abrazo, se dolió pero a la vez pareció que nacía a una nueva vida y se dijo que aquello debía de ser el amor y sería porque era tan extraño, que nadie quería hablar de ello. Ruborizada pensó en lo que habían hecho. Era demasiado íntimo como para contárselo a los demás.

Fue su madre la que le dijo que estaba esperando un hijo. Siempre había sabido leer en ella. Solo que esta vez Aneley no comprendía cómo podía ser tal cosa. La madre escrutó su rostro, con una expresión angustiada en los ojos y le preguntó si algún hombre se había acostado sobre ella y le había regalado su semen. «Sí». Dijo mirando al suelo y no añadió nada más. No era necesario y en realidad tampoco hubiera sabido qué decir. ¿Cómo podía explicar aquella dulce agonía que la hacía desear más y más? Quién sabe, quizá su madre sí supiera lo que sentía.


En la casa olía a humedad y pescado viejo. Las olas del mar lamían casi la puerta de entrada. Sobre la cama de colchón de hojas y ayudada por la vieja arrugada que era su abuela, nació su hija Leley.

Cuando se presentó en casa de la madre de su madre, el temor y la soledad llenaban su corazón, tanto como aquella criatura llenaba ya su vientre. Su padre la había llamado desvergonzada y otras cosas mucho peores. La vieja Baribay no fue más amable cuando la vio, pero después la había envuelto con sus brazos y le había asegurado que no debía preocuparse por nada. «Ha hecho bien mi hija, tu madre, en alejarte de tu padre. No sé que hubiera podido pasar. Puede que te hubiera golpeado hasta arrancarte a tu hijo de las entrañas».

Había ido a la escuela, algo raro en una mujer. Como sabía leer y escribir y entendía de cuentas, trabajó en el pueblo, en la ferretería de Kasakir, que también era el alcalde. Trabajaba en la tienda, pero necesitaba ayuda en casa, porque se había quedado viudo y tenía dos hijos pequeños. Pronto él entró en ese extraño camino que lleva al amor, sin apenas darse cuenta y trató de que ella le siguiera. Pero no sentía aquel delicioso temblor de entonces. Lo pensó mucho y llegó a la conclusión de que aquello nada tenía que ver con el amor del que leía en los libros. Tampoco su abuela era de muchas palabras. ¿Con quién podría hablar de aquello? «El amor no es esas tonterías que dicen los libros, se basa en obedecer y ser complaciente con tu hombre. No es nada más que eso. No pienses tonterías y cásate con Kasakir, es un buen hombre y tendrás lo necesario para tu hija.» le dijo.

Caminaba deprisa por entre los árboles. Las lágrimas apenas la dejaban ver. Aquel lugar atraía el recuerdo del tiempo en que le pareció que amaba a Tanok, antes de que él desapareciera y ella tuviera que huir porque esperaba un hijo. Volvía a casa de sus padres. No sabía a dónde ir. Había sucedido algo de lo que tampoco se hablaba, su marido había violado a su hija.

«Apenas tiene doce años ¿cómo has podido hacerlo?» Y no se había conformado con eso sino que la había destrozado cuando ella se había resistido. Nadie lo sabría, aquello era algo de lo que no había que hablar, por muchas veces que pasara en el secreto de los hogares. Nadie le culparía de nada y si ella lo acusaba, nadie la creería.  Mientras consolaba a su hija y curaba su cuerpo y su corazón heridos, aquella rabia subió por su interior y se instaló en su cabeza. Tomó la escopeta y lo mató. No lo pensó, solo lo hizo. Qué extraña locura la del amor, aquel que sentía por su hija. ¿A dónde podría ir ahora? Se la llevarían presa y no volvería a ver a su niña, ni los campos, ni el mar.


Aquel día, por primera vez en tantos años, su madre se enfrentó a su padre cuando este volvió a echarla de la casa. «¿Insistes? ni lo sueñes, hombre. Se quedará aquí conmigo hasta que vengan a buscarla y no la dejaremos sola esta vez. Ni tú, ni yo.»

Volvieron al silencio. Sentada bajo el soportal de la casa miraba al sol ponerse tras la colina pensando en todo lo que había pasado, buscando en su corazón la huella del amor que andaba buscando toda la vida. En algún lugar escondido, como los secretos inconfesables, aquellos de los que nunca se habla estaba la respuesta a todo lo que siempre había deseado saber y nadie había sabido enseñarle.