lunes, 25 de noviembre de 2013

Habitantes callejeros






De la Red


Echo la última ojeada en el espejo del portal. La boca bien perfilada y el pelo en su sitio. Hay que tener buen aspecto, no queda más remedio. Es muy cansado, la verdad. Yo antes apenas si me miraba al espejo antes de salir de casa, ahora tengo que "restaurarme" con mucho mimo, los años no perdonan.
No importa, me siento bien y eso es lo que vale. Bajo por la avenida rápidamente. ¡Caramba! ¡Qué frío hace! Voy tan rápida desde que me levanto, que ni siquiera me había dado cuenta. Recojo bien mi abrigo y me abrazo a mí misma fuerte. Mi cuerpo siente el calorcito del achuchón y mi cara el aire fresco de la mañana. Hay niebla en el monte y las luces del alumbrado público aún están encendidas.
Me gusta mi ciudad, las calles están limpias y llenas de vida, la gente camina ligera y empiezan a verse niños de uniforme camino del colegio. Como todos los días él está en la fuente de la plaza, inclinado ante el grifo lavándose la cara, acaba de ponerse la camiseta que algún día debió de ser blanca. Tiene unos brazos a colores, en la parte alta pálidos, como de muerto, un poco antes de la muñeca morenos, o tal vez negros del aire y el sol y puede que de alguna suciedad incrustada como un tatuaje.
Cuando bajo hacia la oficina le veo en pie y a lo lejos. Es alto y muy delgado, tiene el pelo largo de color castaño y ojos muy azules (se los he visto alguna vez de cerca) la barba larga y descuidada. Suele vestir limpio e imagino que conseguirá ropa en alguna de las organizaciones que atienden estos casos en la ciudad. Yo quiero pensar que le dan de comer a diario en alguna parte, también me digo a mí misma que si está en la calle es porque no quiere que le ayuden. Ya que ayudas hay y muchas.
La plaza tiene una pared baja que recorre toda la zona abierta a la calzada y esta tiene a su vez adosado un banco corrido de madera. En una de las ondulaciones, en el hueco bajo el asiento, sigue el colchón sucio en el que duerme y sobre éste varias cajas de cartón cuidadosamente plegadas a la espera de la próxima noche. Tengo prisa, llegaré tarde a la oficina. Pero no puedo quitarme de la cabeza qué habrá llevado a este hombre a vivir así. Y me hago una historia en la cabeza, alocada y romántica, como si hubiera algo misterioso en la pobreza.

Hace tres días que no veo a mi "pobre" me alegro de que no haya dormido en la calle, espero que no le haya pasado nada. A lo mejor se ha ido a su pueblo o haya accedido a recibir ayuda. Sé que no la quiere, porque ha hecho muchísimo frío estos días. Cuando volvía a casa a la noche, no demasiado tarde, por cierto, le vi envuelto en una lona sucia y con los cartones cubriéndole por completo. ¡Por dios que frío! pensé y según llegué a casa llame a la policía municipal.
—Sí señora, conocemos el caso. Pero no podemos hacer nada. Ese hombre no se deja ayudar. Cuando nieva solemos conseguir que estas personas admitan ir al albergue, pero no podemos obligarles.
Cuando aparezca muerto, saldrá en la prensa y todos harán comentarios conmiserativos, pienso.
Ayer, por primera vez me ha pedido dinero cuando he pasado. Estaba sentado en el banco y tenía mala cara. Pálido y con unas grandes ojeras. Me impresionó.
— ¿Te pasa algo? — me he atrevido a preguntarle.
Estor enfegmo —me ha dicho con voz afónica— je sui malade, zegá el gripe.
¡Es extranjero! tiene un acento peculiar muy agradable de oír y una voz profunda. Mira a los ojos cuando habla, aunque un velo de vergüenza apaga el color azul de sus pupilas. Ha venido de Bosnia, no conoce a nadie y apenas habla castellano, lleva dos meses en la ciudad y no sabe qué hacer. Parece muy joven. Le animo a que vaya a un centro asistencial, que no le costará nada. Me mira sorprendido como si se preguntara qué me importa a mí. Y luego, tímidamente me dice que no puede ir a ningún lado con el aspecto que tiene.
Le he entendido. Cuando vuelvo a la noche a casa, le dejo una bolsa bajo el banco. Espero que no se ofenda y me voy porque no se le ve, debajo de los cartones.
Al día siguiente no está. Ha madrugado mucho, me digo. El colchón y los cartones siguen ahí, pero la bolsa no está por ningún lado. En el suelo, cerca de la fuente veo unos cuantos mechones de pelo castaño y fijándome bien, pequeñas medias lunas de color blanco. Me sonrío a mí misma. Ha utilizado la tijera que le compré en el chino y supongo que el cepillo de pelo y el de dientes. Espero que le hayan servido la cazadora de plumas gruesa, la camisa, la bufanda y el pantalón de pana. Con los deportivos no me he atrevido. No sé qué pie calza. Habrá ido al Ambulatorio.
No he vuelto a verle. Tres días después de aquello apareció una nota escrita en un trozo de cartón: GRACIAS, HVALA.
Le echo en falta. Espero que haya encontrado un lugar donde poder vivir como un ser humano.