sábado, 23 de noviembre de 2013

En el jardín transparente




El Bosco





Así había sido siempre su vida. Eso me dijo cuando finalmente decidió hablar con alguien y compartir aquella pesada carga. Parecía una mujer muy fuerte y realmente era vulnerable y tan sensible que iba a costarle mucho olvidar y seguir adelante.

Era en setiembre, lo recuerdo bien, cuando llegó a Saint Nicolas. Tenía unos ojos tristes y apenas sonreía. Me llamó la atención la forma en que se peinaba, con aquella especie de trenza que rodeaba su cabeza ordenadamente. Era algo tan completamente pasado de moda que casi me hizo gracia la primera vez que la vi, luego me acostumbré y para mí, sin ella no hubiera sido la misma. Alquiló un estudio sobre el mío y se pasó varios días sin salir de casa. Luego se dedicó a buscar trabajo. Desde el primer momento me dio por observarla, no sé por qué, creo que había algo en ella que me atraía. Parecía misteriosa y como yo soy un fantasioso, pronto empecé a crearle una historia.

Nos hicimos amigos en un banco del jardín que había frente a la casa. Siempre he dormido poco y ella era madrugadora. Se sentó a mi lado y aún me preguntó por qué. Me pareció que lloraba pero no puedo jurarlo porque no me atreví a mirarle a la cara. Estuvimos allí sentados uno al lado del otro, cómodamente sin decir nada. Volvimos a vernos cuando se colocó en el Swan, la cafetería en la que como a menudo. Trabajaba en silencio, sin apenas mirarte a los ojos, pero era rápida y amable. Se llamaba Rita y estaba sola. Yo también y como ella, soy silencioso y solitario. Siempre me ha costado hablar con las mujeres, por eso fue tan sorprendente que nos hiciéramos amigos tan pronto. Creo que ambos necesitábamos a alguien para no sentirnos tan solos.

Por aquel entonces no hubo sexo entre nosotros, no fue eso lo que nos acercó, sino la gratificante sensación de que podíamos entendernos, de estar cómodos juntos.

A Rita le gustaba caminar, salía apenas amanecía y marchaba a buen ritmo recorriendo las calles sin tráfico. Un día nos cruzamos, ella iba y yo regresaba a casa, sudoroso y cansado. Me volví a mirarla, su cuerpo delgado se movía rítmicamente. Entonces me di cuenta de que hacía algo extraño que no entendí. Se iba acercando al buzón de correo de todas las casas, miraba algo y seguía su camino. Me senté en el jardín, transparente entre la niebla de la mañana y esperé a que volviera. ¿Qué estaba buscando? Vi que subía por la otra acera y seguía mirando en los buzones.

Un día faltó al trabajo, me dije que a lo mejor estaría enferma, le pregunté a su compañera pero ella no sabía nada. Llamé a su puerta y no contestó nadie. Fueron tres días. Cuando volvió contestó con evasivas a mi demanda sobre el por qué de su ausencia y cuando me di cuenta de que no deseaba dar explicaciones no hice más preguntas. No fue la primera vez, aquello se repetía de vez en cuando de manera que me acostumbre a que desapareciera y volviera a aparecer como si fuera la cosa más normal. Tal vez tenga una madre o padre en algún lugar a quien visita y no desea hablar de ello, pensé. Había algo en su vida que no deseaba compartir conmigo y seguramente con nadie.
Por eso cuando aquel hombre llamó a mi puerta preguntando por Rita no supe qué debía hacer. ¿Le decía donde estaba o sería mejor decírselo a ella primero y que decidiera personalmente?

No sé decir si se sorprendió, se asustó o no hizo ninguna de esas cosas cuando le hablé de aquel hombre. Ni un solo músculo modificó la seriedad de su cara. Tampoco dijo nada que pudiera aclararme quién era. Algo cambió en ella desde ese día. Se transformó en una ostra encerrada en su concha, ausente y pensativa.

Se movía de un lado a otro nerviosa y apenas prestaba atención a otra cosa que no fuera atender su trabajo. Yo seguía observándola como el que ve una película interesante y espera a saber el desenlace. Comenzó a llegar a casa con pequeñas bolsas de tiendas de los alrededores, pensé que le había entrado el interés por la ropa y se estaba haciendo un pequeño fondo de armario. Me alegré mucho porque ya era hora de que se interesara por algo.

No sé cuando pasó exactamente pero un día me di cuenta de que todo había vuelto a la rutina. Se mostraba serena, decidida, como si hubiera tomado una determinación. Yo, a veces subía por la escalera de emergencias para tomar un té en aquella cocinita que Rita mantenía limpia y ordenada. Por eso pude ver que, sobre una de las sillas, había una bolsa de viaje, no demasiado grande, preparada como si fuera a emprender uno.

— ¿Vas a algún sitio? —le pregunté con curiosidad

Creo que se sobresaltó con mi pregunta. Balbuceó entrecortada que tal vez, que todavía no lo había decidido.

— ¿Puedo preguntarte a dónde vas? ¿Volverás, verdad?

Tenía algo que resolver, me dijo, necesitaba irse unos días y no estaba segura de si volvería o no. Dependía de cómo fuera lo que iba a hacer. Mientras me decía esto, metió varias ropas de niño que reposaban sobre la cama en la bolsa y la cerró apresuradamente. Estaba de espaldas y no pude verle la cara, pero los hombros parecían pesarle demasiado y se inclinaban hacia delante haciéndole parecer mayor y cansada.

Después me miró. Sus ojos eran dos pozos de aguas oscuras y revueltas. Me pareció desesperada. Se acercó a mí muy despacio y cuando llegó a mi lado se paró sin apartarlos ni un momento de los míos. Sentí un escalofrío ¿qué estaba sucediendo? pasó su mano por mi mejilla lentamente, como si fuera un ciego intentando reconocerme. Sentí el calor en mi cara. Cuando besó mi sien me quedé quieto, sorprendido y le dejé hacer.

No había querido soñar con ella, me costó mucho porque estaba muy solo y era cálida y misteriosa, por eso, cuando sus labios rozaron los míos, respondí a sus besos con otros llenos de una pasión largamente contenida.

Aún puedo sentir la calidez de su cuerpo, sus ojos entornados cuando la miré desnuda en la cama. Era un animalillo que se ofrecía a mí a sabiendas de que iba a ser la despedida. Pero yo no sabía nada, solo me alegraba por mi suerte de que quisiera estar conmigo. Fueron tres noches maravillosas, llenas de pasión, en las que disfrutamos de momentos de gran intimidad. Y creí que, tal vez, podríamos entregarnos sin reservas, por fin.

— ¿A dónde vas? —volví a preguntarle cuando me dijo que se iba.

Me contó que tenía que hacer algo. Que había encontrado por fin lo que llevaba mucho tiempo buscando y que tenía que ir a por ello. También me dijo que tal vez no volviera. No lo entendí, pero no podía retenerla así que le prometí que la esperaría y le pedí que no se fuera para siempre.

Volvió una noche, traía consigo a una niña de unos cinco años. Era igual que ella. « Es mi hija», dijo, «la he buscado todo este tiempo por todas partes y cuando me enteré de que estaba aquí vine a por ella».

Sentado ahora aquí en el jardín, frente a la casa, pienso con pena que así había sido su vida, no era original ni diferente a otras muchas vidas. Pero la niña era su hija y ningún cabrón iba a quitársela. Tenía que irse.

— ¿A dónde?

Me pidió que me olvidara de ella. Las vi subir al coche y desaparecer por la calle. Vinieron a buscarlas y me llevaron a mí, me interrogaron. Pero yo no sabía nada. Solo que un día la encontré en el jardín, transparente por la luz de la mañana y que se fue.