miércoles, 27 de noviembre de 2013

La Pepa






Imagen de la Red




Pepa subía la cuesta rebufando. En poco tiempo había engordado bastante y además iba cargada con unas cuantas bolsas con la compra. Estaba deseando llegar a casa

Su cuerpo se inclinaba hacia adelante y sus caderas se movían al compás de cada paso. Atravesó la calzada mirando airada al coche parado en el paso de peatones, segura de que estaba en su derecho a atravesarlo y no iba a apresurarse.

Era popular en el barrio, la Pepa. Vivía en él desde hacía bastantes años y todo el mundo la conocía. Llegó cuando se casó con el Saúco, aquel hombre arrugado desde la juventud, de piel como el corcho, pero que siempre olía muy bien porque suplía en limpieza y colonias lo que no poseía en hermosura. Pepa tenía fama de buena persona, amable y generosa, muy simpática con todo el mundo. Algunas vecinas envidiosas decían que era una rara, pero la mayoría alababan su dedicación, primero al Saúco cuando estuvo enfermo y luego, cuando murió, a cualquier persona que la necesitara.

Por eso, porque era así y no de otra manera, Pepa se ofreció a ayudar a su vecina del segundo B, una mujer de bastante edad y poca salud que no tenía familia. Todo empezó el día que se encontraron subiendo la escalera. Jesusa subía muy lentamente, cargada con una bolsa con el pan y otros alimentos.  Tuvo que apiadarse de ella, no podía hacer otra cosa, porque le dio pena verla ascender con tanto esfuerzo y porque, además hacía bastante que no la veía y hoy se daba cuenta de que había adelgazado mucho y tenía mala cara.

-¡Cuánto tiempo sin verla Jesusa! ¿Ha estado de viaje?

-¿De viaje? ¡Qué dices hija! Si yo no voy a ninguna parte. No iba cuando era joven menos voy a ir ahora que estoy ya para pocos ruidos. He estado bastante malita, Pepa, en cama y sin salir para nada.

-¡Ah! Pues no sabía nada. ¿Ya está mejor? ¿Quién la ha cuidado?

-¿Cuidarme? Nadie hija, yo sola como siempre. Ni pan he tenido en todos estos días. Si tenía fuerzas me hacía una sopita de ajo y si no, me he quedado en ayunas. Pero ahora ya estoy mejor.

-No sabía nada, ni siquiera me había dado cuenta de que no la veía a usted en este tiempo. ¡qué vida llevamos! Podemos morirnos delante de los demás y nadie se da cuenta.

-Sí, hija, sí. Eso mismo pensaba yo cuando estaba peor.

-¿Y cómo no se le ocurrió llamarme?

Pepa acabó cuidándola. A su manera, no con dedicación completa, pero se preocupaba de sus compras para que no cargara bolsas, de las recetas en la farmacia, de llamar al médico cuando le tocaba visita y la acompañaba al Ambulatorio. Vamos, ni algunas hijas hacían tanto.

-¡Qué buena es la Pepa! -decían los vecinos- hay que ver cómo cuida a la del segundo B. Y no solo a ella, si es que se preocupa de todo el mundo. Acuérdate cómo se portó con la Milagros cuando tuvo a su marido en el hospital, encargándose de la nena todos los días hasta que volvieron a casa.

Pepa se lo acabó creyendo: era buena persona, todo el mundo lo decía y aunque, a veces, ella lo dudaba, tantos debían tener razón.



Fue una mañana, no tenía nada de diferente con las demás, era un día cualquiera y ella estaba haciendo lo que hacía siempre. Se había duchado y estaba sentada en la taza del wc mirando a la puerta del baño que estaba entornada. Mirar aquí y allá era su entretenimiento mientras su cuerpo se decidía a devolver lo que le sobraba. Las juntas de los azulejos se estaban poniendo negros, tendría que sacar la “vaporeta” para limpiarlos en profundidad la próxima vez. Hacía falta poner unas toallas limpias que estas estaban ya muy húmedas. Se le estaba acabando la crema hidratante, iba a cambiar de marca que su amiga Merche le había hablado de una que quitaba las arrugas al momento. Y se fijó en la puerta, un churrete de agua había dejado una marca en ella que llegaba casi hasta el suelo. Entonces lo vio.

La madera era oscura y tenía un junquillo que formaba una especie de marco en medio e iba desde lo alto casi hasta el suelo. Allí abajo, justo en la esquina, aún estaba la madera mordida, rugosa, más clara que el resto y se acordó de Macarrón, su perro Schnauzer gris y revoltoso.  Ella le castigaba, le encerraba allí cada vez que hacía una travesura, si mordía algo o si se orinaba en alguna alfombra. Lo había intentado todo, le había dado premios cuando se controlaba, le había pegado cuando no lo hacía. Algunas veces se había dejado llevar de los nervios y le había dado golpes sin pararse a pensar en lo que estaba haciendo hasta que el perro se quedaba quieto y ya no protestaba. Después del castigo era peor, porque no aprendía y repetía sus fechorías más a menudo y además se estaba volviendo arisco y gruñón.

Empezó a encerrarle en aquel baño pequeño, sin ventana y con la luz apagada. El perro lloraba y la llamaba, pero ella no se ablandaba. “Aprende” se decía, segura de que estaba haciendo lo correcto. Pronto Macarrón empezó a morder la madera de la puerta hasta hacer aquel agujero áspero. Aquel día Pepa le dio con la zapatilla tanto que se asustó de sí misma. El pobre animal dejó de moverse, se sentaba en un rincón de la sala, lejos de todo para no molestar y podría haber reventado antes de hacer pis en ninguna parte de la casa. Y Pepa lo miraba satisfecha porque ¡por fin! había aprendido.

Mirando la puerta del baño pensó en ello. Casi lo había olvidado, pero ahora un sentimiento extraño pesaba en su corazón. Puede que no fuera tan buena como decían. Ella ya lo sabía, pero de tanto escucharlo, hasta se lo había llegado a creer. Conocía a la perfección sus más íntimos pensamientos y deseos y también esa especie de satisfacción que le recorría el cuerpo cuando podía maltratar a alguien. Y sabía a quién podía hacerlo y a quien no y también lo que tenía que hacer para que nadie se enterara.

Lo de Macarrón ya lo había hecho más veces y no precisamente con un perro. Lo hizo con su padre cuando empezó a depender de ella para todo. Y lo había hecho con Jesusa hasta que murió. Le encantaba dominarles, conseguir que hicieran lo que ella deseaba. No eran más que un lastre que le obligaba a ella a tener que ocuparse. Su padre enseguida cedió, ya la conocía desde niña y seguramente pensaría que era mejor hacer lo que ella mandaba, para librarse de su ira.

Pero Jesusa fue otra cosa. No comprendía que ella lo hacía por su bien, que les resultaría más fácil a las dos si ella entendía las normas y que allí era ella la que mandaba ahora. Tuvo que atarla a la cama, tuvo que darle unos golpes cuando se ponía rebelde y finalmente, algunos días tuvo que dejarla acostada sin comer y sin limpiarle sus suciedades. La oía lloriquear cuando entraba en la casa, bajito, como un sonsonete. La miraba y veía aquellos ojos desorbitados y suplicantes, con un destello horrible de miedo y no sentía nada. Estaba haciendo lo que debía hacer.

Cuando murió la aseó cuidadosamente, le puso su mejor camisón y las mejores sábanas en la cama. Limpió la casa, la ventiló y cuando todo estuvo en su sitio, avisó a los vecinos de que Jesusa acababa de morir. “Una muerte tranquila, les dijo, sin sufrimiento, dulce”

No, ella no quería nada. No sabía si Jesusa tenía mucho o poco, a ella eso no la motivaba, tampoco sabía si tenía herederos o no. Ella solo quería cuidarla y procurar que viviera lo mejor posible. Y ahora que ya no estaba se dedicaría a quien la necesitara.
Había muchas personas mayores que estaban muy solas ¡pobrecitas!

Cuando salió de la peluquería las clientas lo comentaron:

Qué buena persona es esta mujer, mira que siempre está preocupada por todo el mundo. Desde luego, si es que hay cielo o algo semejante, ella lo tiene ganado y bien ganado.

Pepa caminaba hacia la Avenida con andar pausado. De pronto se paró y dio la media vuelta. “Hoy no pienso ir, se dijo, le voy a dejar solo todo el día aunque no pueda moverse, a ver si aprende a ser más obediente y se entera de que la que manda ahora en su casa soy yo”

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