miércoles, 27 de noviembre de 2013

Una larga conversación





Imagen bajada de la Red



La sala estaba en penumbra. A través de la ventana, la luz de las farolas de la calle alumbraba apenas a Teresa,  que miraba sin ver. Hacía calor en la habitación,  a pesar de ello se abrazaba a sí misma sin saber muy bien si lo que sentía era frío, pena o miedo. Puede que las tres cosas. Puede que pena.

Faltaban cuatro días para Navidad. Por estas fechas siempre le asaltaban sentimientos y pensamientos especiales. Era algo que le sucedía desde su infancia.

Volvía a recordar la casa de sus padres, los muebles oscuros y pesados, sus hermanos y su madre, afanosa preparándolo todo hasta dejar la mesa puesta. Aquella mesa extraña que se abría y cerraba según las circunstancias. Si su padre se encontraba bien, el comedor refulgía con la vajilla y la cristalería que se guardaban para las ocasiones. En la lámpara central brillaban los cristalitos de colores como el arco iris. Eso pasaba cuando se encontraba bien. Si volvía a quedarse en la cama, la mesa con alas pasaba al dormitorio, se desplegaba junto al lecho y la madre luchaba para que por lo menos los niños estuvieran felices.

Entonces no había alegría.  Trataban de que las cosas fueran como siempre, pero, aunque Teresa era aún pequeña, no se le escapaba que ellos dos hacían un gran esfuerzo para que todo pareciera normal, cuando no lo era.  No había villancicos, ni brindis, ni risas. Su padre no probaba nada, solo les observaba con aquellos enormes ojos y ellos le miraban a él asombrados de lo fácil que cambiaba de aspecto, con aquella cara demacrada y triste, con la cabeza apoyada en las blancas almohadas.

Después fue la tristeza de su pérdida, el agotamiento de su madre tras aquella enfermedad terrible. Más tarde volvió la alegría, que siempre se veía interrumpida por el recuerdo del ausente.

Todo se volvió diferente cuando Teresa se casó, tuvo hijos y crecieron. La casa se llenó de risas y la Navidad se transformó en lo que siempre había creído que debía ser. Algo así como lo que solía ver en las películas. El cine era solo cine, pero conseguían un poco de felicidad multiplicada por la de los niños. Salía con Rafael, su marido y los chicos a buscar el árbol, a añadir figuritas al nacimiento, a visitar a los familiares y amigos y traían a su madre a casa para que no estuviera sola en esas fechas señaladas. Sentados a la mesa, entre risas y comentarios, comiendo turrón y bebiendo cava, llegaba la media noche y hasta la una o las dos. La abuela les miraba con los ojos llorosos. Teresa pensaba qué rondaría por su cabeza en esos momentos.

Su madre murió un día sin apenas avisar, plácidamente. Los hijos crecieron tan rápido que apenas se dio cuenta y ya estaban casados.

Teresa consultó el reloj y pensó que ya no llamarían esa noche. «Mañana, será mañana», se dijo . Después de todo no tenía prisa. Quitó la televisión. Siempre estaba puesta sin saber por qué. Se sentó en su rincón, en su butaca y puso música: Concierto número uno, Chopin.

Rafael, su marido, también se había ido un día. Dijo que necesitaba cambiar de vida y se fue a vivir una nueva con una compañera de la Oficina. Trató de convencerse de que aquella etapa de su vida también era buena, que la soledad tenía sus ventajas. No tenía que preocuparse de nadie y podía hacer lo que deseara cuando y como lo quisiera. La música penetraba en sus oídos e iba directa a su corazón. Pensó que había alguien sentado a su lado que la tomaba de la mano y que sus ojos la miraban llenos de cariño, de vez en cuando. Era solo una ensoñación. Una de sus piezas preferidas, el concierto número dos para piano de Shostakovich, sonaba en ese momento. Notas que bailaban entre su pelo y acariciaban su cara llenando de belleza el silencio. No quería llorar. No tenía ninguna razón para hacerlo. Solo que, de vez en cuando, sobre todo cuando se acercaba la Navidad, aquel nudo se enroscaba en su corazón y lo apretaba tan fuerte que no podía controlarlo.

El teléfono llevaba ya un rato sonando. Estaba a gusto y no quería interrumpir aquel momento, pero alargó la mano y descolgó el auricular:
—Diga.
—Mamá, soy Tere. ¿Qué haces? No estarías ya en la cama, ¿o sí?
—No, hija, ya sabes que me acuesto tarde. Escucho música tranquilamente. ¿Y tú qué cuentas?
—He hablado con Carlos y con Gema —le respondió su hija con voz insegura.
—¿Y qué dicen?
—Carlos y su familia se van a esquiar, me ha dicho que no vuelven hasta Reyes. Ya lo dijo el día de tu cumpleaños que tenían intención de hacer eso. Gema tiene que ir este año a Salamanca, le toca ¿recuerdas? a casa de sus suegros. A Jaime no le pillo, no contesta. Pero creo que dijo que no iban a volver a España hasta las vacaciones de Agosto. Este verano utilizó todos los días cuando vino de Nueva York.
—Ya, estáis todos muy ocupados, que tiempos estos.
—Yo me quedo, mamá. Por lo menos el día veinticuatro. Cenamos contigo y el veinticinco nos vamos con los niños a Lanzarote a casa de mis cuñados. Los críos están muy ilusionados y les prometimos que este año iríamos aunque sea para Nochevieja. Volveremos para Reyes y comemos todos juntos entonces.
—Bueno, hija. Vale.
—¿No te importa ¿verdad? ¡Si vas a estar mucho más tranquila!. No tendrás que andar preparando comidas, ni haciendo compras. Anda, dime que no te importa que si no me iré preocupada.
—Claro que no me importa, hija. Dales un beso a los niños y dile a Juan que aún estoy esperando que me traiga el artículo del periódico que hablaba de tu padre.  Que no lo pierda.

Colgó el teléfono muy despacio. La mano le temblaba un poco. Volvió a mirar por la ventana. Fuera caía una niebla fina que se deslizaba sigilosa sobre los tejados. La música seguía sonando, ahora era Gershwin, Summer time.

Por la mañana se preparó con cuidado y salió a la calle. Compró adornos nuevos para el árbol y alguna de las delicatesen que más le gustaban. Dio un paseo por la ciudad. Estaba bonita con todas aquellas guirnaldas atravesando las calles y con tanta gente caminando con bolsas y hablando entre sí. Ella también celebraría la Navidad, sola o acompañada. Pondría la televisión, brindaría con cava y comería turrón. Y si lo necesitaba lloraría. Si se le hinchaban los ojos no importaba, porque se iría a la cama después. Se sentó en un café. Tuvo suerte de encontrar una mesa libre. Miraba distraída cuando alguien le preguntó si podían compartirla. «Sí, claro».

Y así fue como conoció a Alfonso. No, no se enamoraron, no se casaron, no hicieron más que hablar. Una larga conversación.

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