miércoles, 27 de noviembre de 2013

La Torre de los Ekaiz









Torre medieval de Llanes


Desde lo más alto de la Torre de los Ekaiz, Aixe, con su hijo pequeño en brazos, contemplaba el campo verde y húmedo del amanecer. Los árboles pintaban sombras, que se movían como fantasmas anunciando malos presagios.

—He de subir a rezar a la Diosa —se dijo en voz baja, como si el niño pudiera entenderla.

Pero ella hablaba consigo misma, mirando al grupo de hombres que a lo lejos, montados a caballo y entre el ruido de las armas al moverse, levantaban una nube de polvo oscuro en el horizonte. A pesar de la angustia que sentía, ya no se permitía llorar. Habían sido demasiadas las despedidas, el tiempo de espera, el miedo y la incertidumbre y mucha la angustia y la esperanza de que volvieran pronto y a salvo. Recogida en sí misma y aparentando una seguridad que estaba muy lejos de sentir, procuraba permanecer serena. Ella era ahora la señora de la Casa de los Ekaiz. Cuando él se iba, tenía que cuidar de los hijos, de los habitantes de su hogar y de que los campos siguieran produciendo; que hubiera comida para todos los arrendatarios y que estos pagaran las rentas a tiempo. Cuando él se iba, todos los ojos la miraban a ella.

A veces deseaba ser un hombre, montar en un caballo y marchar lejos. Nunca se había alejado de aquella casa demasiado. Llegó a ella el día que se  casó con el señor de Ekaiz. Había viajado desde la Villa, donde vivía con su familia y había vuelto a ver a sus padres tan pocas veces, que podía contarlas con los dedos de una mano. Los hombres tomaban sus armas, besaban a sus mujeres e hijos y se iban; las dejaban en casa cuidándolos a ellos y a los criados y ocupándose de todas las obligaciones. Iban a hacer la guerra al Reino vecino, o a otro más lejano. Nunca había paz, la paz no iba con ellos; siempre encontraban una razón para matarse los unos a los otros.

Conocía bien aquella vieja angustia de saber que Roiti, su marido, podría no volver nunca. Pero ahora ya no solo era él sino también sus tres hijos mayores, Xinan, el primero, acababa de cumplir los dieciocho. Ella había luchado duro para que no se lo llevara antes. Pero con Lagen y Nika, no había podido ser, a pesar de que tenían diecisiete y dieciséis años solamente. Irán mejor juntos, dijo su marido. No quería hombres blandos y que no supieran defenderse en el futuro, cuando llegara la hora de proteger a su gente y su hacienda.

Los días discurrían lentos, todos similares, todos llenos de preocupaciones y trabajo. Las mañanas pasaban rápidas, las tardes se llenaban de juegos y cuentos delante de la chimenea, con los niños bien abrigados y expectantes esperando la historia que ella o Caxie, la niñera, iban a contarles. Y después de música, la que ella improvisaba en su clavecín.
Pero las noches eran largas, frías en  medio de la humedad de las sábanas y a pesar de las pieles que la cubrían. Entonces era cuando su corazón perdía la calma y podía llorar. Tenía miles de presagios que crecían con la oscuridad y su ansia. Necesitaba a sus hijos, pero sobre todo le necesitaba a él. No solo su fuerza y sabiduría, sino también su cuerpo musculoso y a la vez tan dulce. ¿Dónde estarían, cuántos cortes habrían herido sus cuerpos?
Entonces recordó que había prometido ir a ver a Naia, la Diosa. Preparó el viaje para la mañana siguiente. Su cueva no estaba demasiado lejos, pero era un lugar de difícil acceso, inhóspito y prohibido. Necesitaría el permiso del Guardián, pero entonces él le haría muchas preguntas y ella no deseaba contestarlas. Por eso no se lo pidió. Salió de madrugada. Solo Caxie sabía que se iba. Ella tendría que encargarse de los niños y de que todo fuera bien en su ausencia. Ni siquiera a ella le dijo cual era su destino.

Aún no había amanecido cuando dejó atrás la muralla que rodeaba la casa. Cuando se hubo alejado lo suficiente miró hacia atrás, por si alguien la seguía. La Torre dormía confiada entre la niebla. Montada a lomos de su potro dejó que caracoleara, porque sabía que, como ella, adoraba la libertad y saldrían al galope en cuanto perdieran de vista el terreno familiar. La senda se rizaba, rojiza, entre los prados verdes. Pronto comenzó a empinarse delicadamente para después convertirse en un camino escarpado que parecía buscar el cielo infinito. Estaba allí, escondida entre la niebla matinal, oculta a los ojos de quienes no supieran verla. Era el retiro donde moraba la Madre de toda la Humanidad.

Llegó justo cuando el sol estaba lo bastante alto y convertía en fuego las copas de los pinos. La puerta oscura se abría como un ojo que todo lo viera. Se orientaba hacia el valle. Allá abajo las casas parecían miniaturas perfectamente colocadas y las aguas del río brillaban como las esmeraldas. Dio los tres gritos de saludo, llamada y demanda de permiso. Levantó los brazos al cielo y saludó al sol, al agua, al aire y a la tierra y nombró a la Diosa.

—!Naia, Madre, Naia...!

Ella no solía contestar con palabras que pudieran oírse, su voz era el sonido del silencio. Solo quien entrara allí con suficiente fe, respeto y esperanza, sentiría su voz como un susurro, que penetraba en el alma. Era como aire que sembraba por su nariz, su boca y oídos y en su corazón, la semilla de la vida. La cueva estaba muy oscura, pero los ojos de Aixe se hicieron pronto a esa oscuridad. La gran piedra de las ofrendas estaba, como siempre, cubierta de flores silvestres, ramas y frutos del bosque, todo perfectamente fresco, como si Ella acabara de recogerlos para ofrecérselos a los visitantes.

Se inclinó tres veces, volvió a llamarla: ¡Naia! tres veces más y después se recostó sobre su pecho y abrió los brazos en cruz.

—Madre ¿qué debo hacer? —preguntó con voz temblorosa— Ayúdame a decidir, ahora que aún estoy a tiempo; solo tú puedes hacerlo, porque estoy sola. ¿Sabes cuándo volverá? o si volverá siquiera, ya que puede que no regrese. Y nuestros hijos ¿Volverán sanos y salvos? Si no vuelven ¿quién me ayudará a cuidar de los siete que quedan?. ¿Cómo podré cuidar de ellos y uno más?. ¿Puedo ahora darle otro hijo, el undécimo?. El no deseaba más niños, me lo dijo cuando nació Mixie: Este deberá ser el último. Y yo llevo ahora su semilla en mi vientre, fue nuestra despedida. Y este niño que debiera ser motivo de alegría, una esperanza de futuro, no es para mí sino una carga que me aterra. Dime Madre ¿Debería ofrecértelo antes de que crezca en mis entrañas?.

Sentada sobre sus rodillas abrazó su vientre como se abraza a un pequeño cuando llora. Sin casi darse cuenta comenzó a tararear una canción y poniéndose de pie se movió por el lugar como si bailara una danza ritual. Poco a poco el baile se hizo más intenso, comenzó a quitarse la ropa y cuando estuvo desnuda, se movió rítmicamente, concentrada en el sortilegio que la tenía presa. Un rayo de sol penetró hasta el fondo y se posó sobre el ara que brillaba a causa de él, como si estuviera hecha de oro puro. Los movimientos del cuerpo de Aixe se fueron haciendo más voluptuosos, urgentes, llenos de una sensualidad melancólica que la iba agotando poco a poco. Hasta que cayó sobre la piedra, exhausta, sudorosa y jadeante, quedando allí tendida durante un tiempo indeterminado.

Bebió agua y se lavó en el pequeño arroyo que, surgiendo de las profundidades, se deslizaba hacia el exterior y caía pendiente abajo. Volvió a ponerse de rodillas ante el altar y dio las gracias a Naia. Después recogió su pelo con una cinta azul y volvió a casa. Ya sabía lo que debía hacer.

Desde lo alto de la Torre de los Ekaiz, Aixe miraba, un día más a lo lejos, protegiendo sus ojos del sol con una de sus manos. Todos los arrendatarios, trabajando en el campo, cada mañana podían verla en el mismo lugar, mirando al camino, esperando. Cuando ya atardecía y el sol se escondía tras las copas de los árboles, marcando sombras negras, la mujer vio la nube de polvo levantándose por los senderos de tierra de la aldea. !Por fin!¡Volvían! Allí estaban ¡Regresaban!

Tomó de la mano a su hijo pequeño, que ya daba sus primeros y torpes pasos, con la otra se sujetó el vientre, como si pudiera evitar con ello que se desprendiera de su lugar o se fuera a derramar su contenido y con mucho cuidado bajó las escaleras. Para salirles al encuentro.

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