lunes, 25 de noviembre de 2013

Picardías


De la Red





Lo que distingue a un día de otro son esas pequeñas cosas que cambian sin que resulten evidentes. Por ejemplo el sonido de la calle cuando amanece o la sombra de la luz que entra por la ventana. Cuando se abren los ojos y la cabeza se pone en funcionamiento y nos damos cuenta de que es sábado y no es necesario madrugar.

La rutina matinal desaparece y planeamos dejar a un lado las prisas para tomar el desayuno con cierta tranquilidad leyendo el periódico, sentados a la mesa de nuestro cuarto de estar.

Por eso ella untaba una rebanada de pan recién tostado con mantequilla y miraba distraída a Pedro que mordisqueaba una manzana a la vez que ojeaba la prensa. Apenas podía verle la cara, escondida tras el papel. Miró el reloj sobre el armario, aún había tiempo. Podría tomarse el café despacio, como le gustaba y luego se prepararía. Habían planeado salir a las nueve y así llegarían a su destino sobre las once. Día y medio para ellos solos, sin preocuparse de nada y de nadie más que de sí mismos.

Como le pasaba a menudo últimamente, Sofía se encontró pensando en todas esas pequeñas discusiones que ahora surgían cada día por cualquier cosa. Después de la última trifulca tampoco habían llegado a ninguna conclusión. Sí, habían hablado, desde luego, pero en realidad la barrera del silencio no había caído al final de las conversaciones. Pedro se comportaba como una esfinge, estaba en casa pero no estaba. A menudo desaparecía totalmente aunque su cuerpo estuviera allí, sentado en su butaca. ¿Qué le estaba pasando? ¿Y desde cuándo? ella podría entender cualquier cosa que le sucediera, siempre era mejor saber la verdad aunque no guste, antes que este silencio horrible.

Lo planeó con interés, casi con ilusión. Lo que más le costó fue convencerle porque desde el primer momento no puso más que impedimentos. Pero lo había conseguido. Se irían un fin de semana a algún lugar apartado y romántico, uno de esos hotelitos con encanto que estaban tan de moda. Podrían pasear y hablar, comer en algún lugar típico ricos alimentos naturales y dormirían en una habitación diferente a la suya.

Entonces se le ocurrió la idea. Iba a darle una sorpresa. Iba a volver a los primeros tiempos en los que imaginaba historias para seducirle. Le dio vueltas en la cabeza y no se le ocurrió otra cosa que comprarse un picardías, uno de esos camisoncitos que cubrían todo y nada. Se había pasado toda la semana buscando el más indicado, no quería uno demasiado atrevido, se había probado alguno y se vio provocativa pero sin clase, casi ordinaria. Bueno, ¿por qué no? dicen que a los hombres les gustan las putas ¿no? Finalmente cambió a otro que era muy bonito con puntillas de Valenciennes en el borde y la gasa transparente, todo él sostenido por unos delicados tirantes que sentaban muy bien a su pecho. Se miró varias veces al espejo y decidió que era demasiado infantil, inocente... aunque ¿quién sabe? a los hombres les gustan las jovencitas ¿no?

«Estoy loca» se dijo divertida, se lo estaba pasando bien. Imaginó el efecto que haría en Pedro aquello. Por fin escogió uno. Era precioso, tenía dos capas de gasa gris, una más clara que la otra, se movía como empujado por la brisa al menor movimiento, dejando entrever la piel matizada, misteriosa. Los tirantes y el bordillo eran de raso del mismo tono y tenía un precio carísimo. Lo dudó un poco, pero luego se dijo que la ocasión lo merecía. «Es de una firma de Nueva York» le aseguró la dependienta con mucha prosopopeya, como si eso justificara lo que costaba.

Tal como había pensado, a las once estaban en el hotel. Dejaron las bolsas en la habitación. Esperó ilusionada que Pedro le propusiera quedarse en ella. Podría estrenar su picardías. Pero él parecía tener prisa por salir fuera. Les aconsejaron que fueran a un mirador en un alto desde el que se veía el mar y todo el pueblo. También había un sencillo museo marino y una pequeña iglesia con un precioso retablo del siglo XIII.

Sofía se colgaba del brazo de su marido como si fuera una novia recién estrenada. Sentía en su corazón las viejas emociones de entonces. De vez en cuando miraba a Pedro de reojo deseando encontrar los suyos cómplices. El estaba allí con ella, pero no estaba. El lugar donde comieron era primoroso, desde la terraza se veía el mar y antes un precioso campo lleno de hortalizas y árboles frutales.
Aunque le había parecido que el día no acabaría nunca, por fin llegó la hora de retirarse.

Tomaron una copa en el pequeño bar del hotel mirando la televisión comentando las incidencias del día. Y subieron a la habitación.

Pedro salió del baño en pijama, se había dado una ducha. Ella hizo lo mismo y muy nerviosa se puso su picardías y se miró al espejo. Estaba satisfecha, seguro que a Pedro le iba a gustar. Apagó la luz del dormitorio desde la puerta del baño y dejó la de este encendida. Después se colocó en la entrada y llamó a su marido: «Pedro» moviéndose suavemente para que la gasa volara alrededor de su cuerpo.

«Vamos, ven a la cama que es tarde» le dijo con voz somnolienta. No la miró.

Hicieron el amor, sí. De esa manera, como era siempre últimamente. Con rutina, sin chispa, sin verdadera pasión. El picardías acabó en el suelo, sin que él apreciara que era nuevo y ella estaba estupenda con él. Sintió las lágrimas ardiendo en su garganta. ¡Sería tonta! Se dieron un último beso y luego simularon que estaban dormidos.

Las casas blancas con viejos balcones de madera verde iban quedando atrás, en el camino de vuelta. Sofía miraba las extrañas formas que tomaban las nubes y los mosquitos que se pegaban en el cristal del parabrisas. En la radio hablaban del partido de la tarde e iban dejando atrás a los coches que circulaban por el carril de la derecha. No quería pensar. No importaba nada, todo seguía igual ¿qué había esperado y por qué? Había sido una tontería creer que las cosas fueran a cambiar por un fin de semana fuera de casa y soñar que iba a seducirle de nuevo por llevar puesto un pequeño camisón transparente. El no quería que lo sedujeran, no lo deseaba. Y cuanto antes lo asumiera sería mejor. Tenía que pensar qué quería ella ¿Era esta la vida que deseaba llevar en lo sucesivo?

La tienda estaba llena de clientes, era una suerte porque todo el mundo se quejaba de la crisis. Sentada en su oficina miraba a Cris y Pepa atendiendo diligentes a los que ya habían decidido qué querían comprar. El sonido del móvil la distrajo.

«Diga... Sí, soy yo. ¿Del hotel? ¿Ha pasado algo? ¡Ah! sí ya lo sé, me he dado cuenta al llegar a casa. No, no... no se preocupe, no me lo manden. No lo necesito. Sí, regáleselo a cualquiera de las empleadas. Y gracias por llamarme»

No había sido un descuido. Cuando volviera a necesitar otro picardías iría a la tienda a comprárselo.