lunes, 25 de noviembre de 2013

Zamir el argelino



De la Red



Lo primero que sintió Alberto fue la sacudida y las voces apagadas que daban órdenes y luego otra sacudida más. La descarga se extendió por su cuerpo haciéndole temblar.  Después fue el sonido de la sirena y una mano cálida que apretaba algo contra su boca. Entonces una bocanada de aire fresco y puro penetró en sus pulmones. Luego todo se borró de nuevo. Al despertar una luz blanquecina le hizo cerrar los ojos otra vez y aquel frío... Sintió unas manos que le tocaban y movían como si fuera un niño y volvió a sumergirse en el Limbo. Cuando de nuevo abrió los ojos le rodeaba la semipenumbra de un cuarto diminuto. En medio del silencio solo se escuchaba el bip bip machacón de una máquina que parecía un corazón. Luego se dio cuenta de que debía ser el suyo.



Llevaba cinco días en aquella habitación y a él le parecían cincuenta. Por ella habían pasado ya otros dos enfermos que llegaban y para cuando se daba cuenta ya se habían ido. Ahora en la cama de al lado un joven vestido con un pijama de colores chillones y unas zapatillas de peluche, esperaba impaciente que vinieran a buscarle para hacer alguna prueba. Alberto seguía en la cama, solo se levantaba dos veces al día. Bueno, tenía suerte, pensaba, a pesar del infarto podría seguir viviendo si era capaz de cuidarse un poco.



Lucía, acababa de irse a casa y él estaba muy cansado. A pesar de todo ella se estaba portando muy bien.  No entendía qué le pasaba, nunca había sido llorón y ahora lloraba y no podía dejar de hacerlo, las lágrimas se derramaban por sus mejillas sin que pudiera detenerlas. ¡Estaba tan, tan cansado y tenía tanto miedo! y a la vez ¡estaba tan agradecido! ¿Cómo había sucedido aquello y por qué? ¿Cómo iba a ser su vida a partir de ahora? ¿Qué había estado haciendo hasta este día sino perder su precioso tiempo en cosas que le parecían importantes hasta hoy?

Intentó dormirse. En medio de su angustia, lanzó un gemido. Su compañero se removió en la cama y siguió durmiendo. Entonces una mano fría se posó en su hombro:

— ¿Qué te pasa, no te encuentras bien?

Alguien le hablaba en voz baja, era un hombre de piel oscura vestido con una chaquetilla azul.

— Estoy bien, no te preocupes —mintió

Se fue tan silencioso como había entrado. Ya le había casi olvidado cuando a la mañana siguiente volvió a entrar en la habitación empujando una silla de ruedas.  Tenía una barba rala de pelo grueso y negro y sonreía mostrando unos dientes blancos y grandes. Desde luego era extranjero.

— ¿Qué hay hermano? —Tenía una voz profunda— ¿Cuánto hace que no te mueves de aquí?

—Bastante, la verdad es que no lo sé exactamente. ¿A dónde me llevas ahora?

—Por ahí, a dónde quieras—y le guiñó un ojo con picardía.

—Bueno, pues vamos. ¿Cuándo se acabarán tantas pruebas?

—Espera, no te levantes, te ayudo ¿para qué estoy yo aquí?

Era muy fuerte, así que lo cogió en volandas y muy delicadamente lo posó en la silla, le acomodó los pies en su sitio y le tapó con una manta.

— ¡Tienes pastas! ¡Qué suerte! —la cara se le había iluminado como a un niño al ver la caja sobre la mesita, le brillaban los ojos y su lengua se paseaba por sus labios.

— ¿Te gustan? coge las que quieras, me las van trayendo cuando vienen a verme, pero los dulces no son lo mío, preferiría cien gramos de jamón jabugo.

Alberto sonreía ¡había reído tan poco en aquellos días! El hombre tomó un puñado de galletas y se las metió en la boca con ansia, como si no hubiera comido antes. Luego se guardo otro en el bolsillo de la bata.

— ¡Vamos! agárrate fuerte que tenemos prisa —lo dijo en un popurrí de castellano y francés, con tanta alegría que Alberto volvió a sonreír satisfecho— ¡Ah! me llamo Zamir.

Conducía la silla con mucho cuidado por los pasillos de la planta, Alberto no pudo darse cuenta de que cuando se acercaron al mostrador de la Jefa de Enfermeras, Zamir se había escondido tras su cabeza y luego había acelerado el paso. Bajaron en el montacargas hasta llegar a la zona de ambulancias y de allí salieron a uno de los paseos que discurrían por el jardín del Hospital. Entonces Zamir empujó la silla con fuerza y comenzaron a correr.

— ¡Eh! ¿Qué haces? ¿Estás loco? ¿A dónde me llevas?

No le contestó, pero redujo un poco la velocidad. Recorrieron la parte trasera del hospital, donde los jardines eran sombríos. Alberto miraba los edificios de grandes ventanales en cuyos alféizares se ventilaban paquetes de yogures, leche y zumos. Detrás de algún cristal vio borrosamente la cara pálida de algún enfermo o la de algún familiar con gesto cansado.
Pronto llegaron al jardín delantero. Por allí había más gente paseando en bata y pijama, arrastrando un andador o apoyándose en muletas, acompañados de familiares o amigos. Zamir redujo la marcha como si ya hubieran llegado a donde iban. Alberto trató de tranquilizarse. ¡Hacía tanto que no respiraba aire puro ni escuchaba cantar a los pájaros! Decidió que nada iba a estropearle ese momento.

Se sentaron en un banco de madera recostado a la pared debajo de la cornisa. Se estaba bien allí. Zamir acercó la silla de ruedas hasta sus piernas y la puso frente a él para que pudieran verse las caras.

— ¿Te ha gustado el paseo? — de nuevo mostraba los blancos dientes en una sonrisa radiante

— No creo que te vaya a hacer daño. Llevas encerrado demasiados días. Te he visto dando paseos por el pasillo y como iba aumentando tu ansiedad. Voy a fumar un cigarro ¿Tú fumas?

— ¡Está prohibido fumar en el Hospital, incluido el jardín! Si te ven se te va a caer el pelo. Bueno...  Yo no debería fumar... pero si tú lo vas a hacer dame una calada.

Fumaron a escondidas, a Alberto ahora no le preocupaba nada, solo inspiraba el humo y disfrutaba del suave calor del sol. Zamir fumaba mirándole fijamente a los ojos.

— ¿De dónde eres? —preguntó Alberto

— Soy argelino.

— ¿Cuánto tiempo llevas aquí?

— Tres meses — Hablaba en voz baja como si temiera que alguien pudiera oírle.

— ¿Tres meses? ¿Y cómo has conseguido trabajar aquí? Hablas castellano muy bien.

— Llevo cinco años en España —lanzó un silbido y levanto los brazos como si fuera a bailar— pero es la primera vez que estoy en esta ciudad. Ya sabes, el amor, tenía a alguien aquí, pero resulta que ahora ya no me quiere. Claro ¿qué puedo ofrecerle yo?

— Sigo pensando que es raro que trabajes en el Hospital. ¿Te ha ayudado alguien?

— ¿Quién dice que trabajo aquí? Bueno sí lo hago, pero por mi cuenta. Entro y me pongo mi bata. Bueno, en realidad no es mía y luego camino por las salas y me fijo en los que llevan más tiempo o en los que están solos. Siempre hay alguien que desea que le hablen. Yo lo hago. O les llevo a pasear sentados en una silla —al decir esto la sonrisa volvió a brillar en su boca— Nadie se da cuenta, nadie pregunta, nadie te mira. Esto es como una casa de locos, donde todo funciona y donde nada funciona. Normalmente a nadie le importa quién soy yo, ni de dónde he venido. Se está bien aquí, no pasas frío, como lo que pesco, siempre hay alguien que no termina lo que le ponen en el plato o me regalan pastas, como tú. Y ¿en la calle que hago todo el día sino cansarme y deprimirme? La calle es muy perra. ¿Y tú cómo has llegado aquí?

Alberto le miró a los ojos, había paz en ellos, no le conocía de nada y quizá por ello se encontró hablándole de Lucía, del peso de tantos años de convivencia, del deseo de algo diferente, del tiempo que pasa, los sueños incumplidos, las ocasiones perdidas y el anhelo de sentir de nuevo aquel temblor al contacto de una mujer. Todo podía acabar de pronto, sin esperarlo, sin aviso. Miraron el reloj y se dieron cuenta de que había pasado toda la mañana y era la hora de las comidas.



 Alberto pensaba en Zamir, en lo joven que era y en su valor al viajar a España solo. Desde luego era listo, comía todos los días y evitaba andar por la calle mendigando, claro que se arriesgaba a que le pillaran. Luego le asaltó la duda ¿Debería denunciarle? Después de todo que anduviera por el Hospital de esa manera no era legal. Decidió esperar. Observaría sus pasos y según como fuera se lo diría a alguna enfermera.

Cada mañana Zamir entraba a saludarle, asomaba la cabeza por la puerta, le guiñaba un ojo y preguntaba « ¿Qué tal, hermano? Tienes buen aspecto». Y desaparecía tal como había llegado.

Por fin le hicieron el último chequeo y le dieron el alta. Dando su último paseo por el pasillo vio que Zamir llevaba en su silla a un joven pálido y con mal aspecto. Reían y desaparecieron en el montacargas. 

Su hija había venido a recogerle. Entró en el coche mientras ella recogía todo el papeleo y guardaba la bolsa en el portamaletas y miró distraídamente a través de la ventanilla. Le llevaban dos guardajurados en dirección al edificio de Administración, gesticulaba dando explicaciones y aunque no podía escucharle, estaba seguro que resultarían convincentes. Entonces Zamir vio el coche parado a la entrada del pabellón de cardio y a él mirándole. Le lanzó una de aquellas sonrisas deslumbrantes, que hacían brillar su cara y dejaban al descubierto su hermosa dentadura. Le guiñó un ojo y levantó los hombros en un ademán resignado y luego desapareció tras la puerta. Alberto se quedó con la mano en el aire en un medio saludo congelado y triste.

En ese momento el sol se escondió entre unos nubarrones negros y comenzó a llover.