lunes, 25 de noviembre de 2013

The Vineyards



De la Red



¿Cuántas veces se había prometido a sí misma que no volvería nunca más. Sin embargo, allí estaba de nuevo. El pequeño tílburi se bamboleaba suave y acompasadamente, la yegua blanca trotaba libre porque conocía el camino que debía recorrer. Margarita contemplaba deslizarse los árboles contra el claroscuro de la noche. Temblaba, sentía como siempre aquel escalofrío que le recorría la espalda siempre que iba a The Vineyards.

Eduardo, su esposo, se había ido de nuevo a Londres. Esta vez ella no había preguntado por qué. Ya no le importaba. Conocía esa ansiedad que llenaba su espíritu cada vez que se quedaba sola.  Podría ir de nuevo a Vineyards y podría quedarse a pasar la noche si lo deseaba. Pero, ¿no se había prometido no volver nunca más? Subió corriendo a su habitación y se miró al espejo. Tenía que arreglarse el pelo. No se reconocía en aquella cara descompuesta y ansiosa, no podía pensar en nada que no fuera lo que experimentaría en aquella casa con aquel hombre. Buscó dentro del ropero el último vestido que se había comprado. Volvió a mirarse cuidadosamente. Le quedaba perfecto.

Esperar a que callera la noche formaba parte del placer, anticiparlo. No podía resistirse a la tentación aunque sabía que no era bueno, que no debía volver a probarlo, que algo no iba bien en su corazón cuando lo deseaba tanto como para arriesgarse. Pasó la tarde entre ensoñaciones, temblaba recordando lo que le esperaba, era algo totalmente insano, una locura que la aterraba y a la vez le atraía de manera morbosa.

A las ocho dijo a Brunilda que se iba y que tal vez no volviera a casa a dormir esa noche. Sintió su mirada clavada en sus ojos diciéndole sin palabras que aquello no estaba bien. Si ella supiera lo que realmente era aquello la miraría horrorizada. Pero podía confiar en su lealtad y silencio.

El camino se iba estrechando, la yegua caminaba ahora con más cuidado porque se había vuelto pedregoso. Al dar la vuelta a un recodo las luces de la casona brillaron entre los árboles.

Gordon le ayudó a bajar del tílburi y luego de acompañarla a la puerta abierta, se llevó el coche al establo.
—El señor la espera en la biblioteca, señora.
—Gracias Gordon. ¿Cómo va su reuma?

De pie, apoyado en el respaldo de la orejera, Sebastian esperaba sonriente verla entrar en la habitación  La sonreía abiertamente. Brillaba un fuego turbio en sus ojos. Sintió de nuevo un escalofrío recorrer su espalda y el familiar pellizco de miedo apretándole el corazón. Era un hombre que imponía. Por un momento pensó que debía dar la vuelta y salir corriendo, pero  aquella sensación tormentosa que rugía en su vientre no le dejaba moverse.

Sebastian la invitó a acercarse, ella corrió a su encuentro y dejó que la abrazara, temblaba tanto que el hombre no pudo ocultar una sonrisa entre cínica y satisfecha.

—Desde que supe que venías no he podido dejar de pensar en ti. Me has hecho esperar y sabes que eso no me gusta. Ahora vamos a subir, estoy impaciente, no quiero esperar ni un minuto más.

La cogió en brazos y subieron por la inmensa escalera, ella se derretía y él besaba su cabello susurrando en su oído, sus ojos velados por turbios pensamientos.

Entraron en la habitación, las luces rojas la transformaban en un lugar en cierto modo siniestro. Margarita oyó cerrarse la puerta tras ellos y la llave volteando en la cerradura. Su cuerpo temblaba tan ostensiblemente que el hombre la abrazó con más fuerza.

—Ya sabes lo que quiero que hagas —ordenó él con voz autoritaria

Ella bajó los ojos y asintió sin palabras.

Muy despacio se fue quitando la ropa, sentía el terror expandiéndose por su cuerpo y también la ansiedad que siempre se apoderaba de su corazón expectante. Volvió a tomarla en brazos y la depositó suavemente sobre la fría mesa, sujetó sus manos y extendiendo sus brazos y piernas la ató a los grilletes y cuidadosamente cubrió sus ojos con el pañuelo rojo.

 Luego se dio media vuelta y eligió con aplicación las herramientas con las que iba a castigarla