De la Red |
Nadie
piensa en cómo será su vejez. Cuando somos jóvenes, todos creemos que la
juventud es un derecho que nadie nos va a arrebatar. Luego, según pasan los
años, te das cuenta de que no puedes hacer nada para evitar lo inevitable.
Paco no
había tenido tiempo para pensar en esto ni en nada que no fuera trabajar.
Sentado en una silla incómoda en su habitación de la Residencia de Ancianos El
Refugio, pensaba en ello medio adormilado. Le dolía la pierna, le dolía la espalda, su
corazón palpitaba de más. Cada día había un dolor que podría ser el mismo o uno
diferente. Cogió el bastón, se puso en pié y se asomó a la ventana. Llovía. La
lluvia le traía recuerdos siempre. Era lo que le quedaba, los recuerdos, por
eso solía recrearse en ellos.
Siempre
había vivido su vida como si fuera un juego. A veces ganas y otras pierdes,
solía decirse. Cuando era pequeño corría por las calles empolvadas de su
pueblo, entre gallinas y gorrinos. Con su pantalón raído y las alpargatas de
esparto que les hacía su madre, era un niño feliz, a pesar de que tenía que
trabajar duro para ayudar a su padre y de que había días que solo tenían sopa
para comer. Sus amigos y él montaban sobre un palo, se ponían el jersey a los
hombros y hacían gorros con papeles grasientos de olor a tocino rancio y eran
los héroes de todas las aventuras que se les ocurrían. Por las noches escuchaba
a su padre hablar de la guerra y los crímenes que se habían cometido en nombre
de la Patria. A veces sus padres discutían y se desesperaban porque la
contienda no había servido para quitar el hambre, sino para crear más
desigualdades.
Era un
niño, así que seguía jugando con huesos de fruta o tapones de gaseosa o un
balón hecho de trapos viejos.
En
cuanto tuvo edad suficiente Paco decidió que tendría que irse. ¿Qué futuro le
esperaba en el pueblo? Se fue al norte, como muchos otros. Durante un tiempo vivió
donde pudo y como pudo, hasta que un día encontró trabajo en una fábrica de
chinchetas. Había que contarlas y meter cincuenta en una caja pequeña de
cartón. Una tras otra, tras otra. Propuso a sus compañeros jugar a hacer
carreras, a ver quién rellenaba más. Después de todo seguía siendo un niño.
Luego consiguió que le trasladaran al almacén y más tarde cambió de trabajo. Ayudó
a un hojalatero y aprendió el oficio. El mejor día de su vida, hasta ese
momento fue cuando conoció a Vicenta, una chica de su provincia que había
venido a servir en casa de un médico. Ambos tenían veintidós años, a los veinticuatro
decidieron casarse.
Vicenta
era morena, más bien baja, un poco gordita y con una sonrisa contagiosa. Desde
que llegó, vivía en casa de los señores a los que servía.
Paco reunió
todo el dinero que había ahorrado y pidió un crédito al banco. Quería para su
mujer lo mejor. En los suburbios, retrepado en la colina estaba el barrio de
los Cerezos. Lo componían pequeñas casitas, casi chabolas, que habían ido
construyendo por las noches emigrantes venidos de todo el país a buscar
trabajo. Si levantabas el tejado ya no podían impedirte seguir construyendo,
eran las normas del Ayuntamiento, dueño del terreno. Paco le compró a un vecino,
que había decidido ir a trabajar a Alemania, los cimientos de la que sería su
casa. Le costó mucho esfuerzo acabarla. Todos los días al salir del trabajo,
hacía esto o lo otro. Una cocinita, una sala, un dormitorio y un retrete. Hecha
con ladrillos, cemento, madera... una casa de verdad.
Cuando Paco
y Vicenta se casaron, fueron a ver a sus familias al pueblo. Y luego comenzaron
su nueva vida. Paco le dijo a su mujer que la vida era algo así como un juego y
que quería jugar con ella siempre. No le entendía bien, aquel hombre tenía unas
cosas... Pero estuvo de acuerdo y jugaron a amantes, a amos de casa, a
cocineros, a acaudalados paseantes en las fechas señaladas, en las que se
permitían tomar un helado o un refresco y, finalmente, a padres del único hijo
que podrían tener. Tuvieron que trabajar mucho, pero consiguieron prosperar.
Aquel
fue el peor día de su vida, o casi. Hubo otros similares después. Le llamaron a
la obra. Bajó a la oficina del capataz y cogió el teléfono. ¿Mi hijo? ¿Qué le
pasa a mi hijo?
Vicenta
dejó de ser ella misma cuando el hijo murió, un accidente, dijeron. Dejó de sonreír,
de ir al trabajo y de jugar. Se sentó en una silla en la pequeña cocina y
apenas se movió de ahí más que para seguir cumpliendo con sus obligaciones de
ama de casa, pero ya no era un juego. Para Paco tampoco. Solo la miraba allí
quieta, sabiendo que en su cabeza y su corazón solo estaba la imagen de su
hijo, su recuerdo. El también sufría, pero le tocó ser el fuerte aunque se
sentía desesperado por no poder hacer nada por ella, porque ni él mismo creía,
cuando se lo decían con buena intención, que la vida seguía y había que seguir
viviéndola.
Entonces
le ofrecieron un puesto en una fábrica de fundición importante y decidió que
cambiar de ambiente quizá le vendría bien y lo aceptó. Se volvió reservado y
polémico, se unió a los que protestaban y si había algún problema laboral, allí
iba él reivindicativo y airado. Estaba enfadado con el mundo, con la vida, con
los demás, consigo mismo. Estaba harto de todo. Sabía que nadie tenía la culpa
de lo que le pasaba, pero no podía remediarlo y además no quería. Cuando llegó
la reconversión fue uno de los que despidieron.
Se
compadeció de sí mismo, había sido una injusticia, se decía.
—
Vámonos —le dijo Vicenta
— ¿Irnos,
a dónde?
—Volvamos
al pueblo
La miró
sorprendido y ¿Por qué no? Si vendía la casa, con su pensión y unos ahorros que
tenían no necesitarían más.
Vicenta
pareció revivir en el pueblo. Había vuelto a la infancia, estaba de nuevo en
casa, con su gente, en los lugares queridos y familiares. Arreglaron la vieja
casa de sus padres, ya muertos y se dedicó a cuidar la huerta, atender a las
gallinas, hacer la comida. Pero no sonreía. Algo se había roto en su interior y
era para siempre.
Cuando Paco
se quedó viudo pensó que tendría que volver a jugar de nuevo. Esta vez el juego
consistía en no llorar en público y como siempre, algunos días ganaba, otros
acababa perdiendo. La casa se le caía encima, no conseguía mantener el más
mínimo orden, comenzó a sentarse en la silla de la cocina en la que Vicenta
pasaba las horas y en un momento de lucidez se dio cuenta de que tenía que hacer
algo si no quería dejarse morir lentamente como había hecho ella.
El día
que lo admitieron en El Refugio, la residencia de mayores del pueblo, se sintió
liberado de una pesada carga. No quiso mirar atrás, ordenó que vendieran su
casa, así no podría volver nunca más a ella.
El
jardín resplandecía brillante de lluvia, los árboles desprendían las gotas una
a una y una neblina transparente lo rodeaba todo como en un sueño. Paco seguía
mirando distraído por la ventana. ¿Cuánto tiempo llevaba así? Entonces la vio.
Bailaba entre la niebla cubierta con un impermeable transparente y un paraguas
rojo, la mujer paseaba por los caminos de losetas, ensimismada. De espaldas al
edificio de la Residencia, parecía una aparición. Se bamboleaba al andar como
si estuviera bailando a los compases de una música que solo oía ella. Paco la
miró absorto. Por un instante le pareció que era Vicenta con su vestido de ir a
misa los domingos y su pelo oscuro como cuando era joven. Fue solo un instante,
lo suficiente para sentir un pinchazo en la cabeza. Ella estaba muerta, se dijo
lloroso. Luego miró su bastón y abrió el armario, de la parte alta sacó su sombrero
y la vieja gabardina pasada de moda. Se miró en el espejo, bajó las alas del
Barbour y se lo encasquetó bien. Después colocó la prenda en sus hombros con
las mangas fuera, atando los dos primeros botones bajo la barbilla. Se metió el
bastón entre las piernas y comenzó a trotar como hacía cuando era niño,
lanzando gritos: ¡Arre, arre!
Salió
al pasillo, lo recorrió trotando y entró en la sala de estar común dando unas
vueltas por ella, ante la sorpresa de los demás pupilos.
—
¿Quién juega, quién juega conmigo? —gritaba alegremente entre risas
Todos
seguían mirándole estupefactos y aunque nadie dijo nada, unos pensaron que le
había dado un ataque de demencia. ¡Pobre Paco! pensaron otros. Estaba un poco raro
últimamente, en eso coincidían todos.
María
la del panadero, sacudía su paraguas en la entrada, lo dejó en el paragüero y le
agarro de la capa. El impermeable transparente chorreaba agua mojando las
losetas del pasillo, pero ella no se daba cuenta, trotaba alegremente tras él
gritando alborozada:
— ¡Yo,
yo, yo juego!