viernes, 22 de noviembre de 2013

Mount Willy












Nevaba esa noche, la luz mortecina dibujaba las sombras de las montañas en un claro oscuro tenebroso.

- No tengo frío – dijo Willy – pero estoy harto de andar mojado. No me mires con esos ojos de ternero, tú también lo estás y además no quieres taparte.

Recogió los calzones y la camisa del tenderete pegado al fuego y una vez vestido se sirvió un café bien cargado y caliente. Apenas le quedaban unas galletas duras como la piedra y carne seca y salada. Pensativo se preguntaba qué hacía allí y a dónde iba. Cogió su rifle, se cubrió bien con el capote y se caló el gorro que se había hecho con el primer zorrillo que cazó, cuando aún era muy joven. Tenía que encontrar algo que comer, si quería sobrevivir a aquel frío intenso del invierno.
- Vuelvo pronto, no te muevas – le dijo a Brandy – veré si encuentro algo para ti también.

El camino que habían hecho el día anterior había desaparecido completamente, Willy miró al cielo, amanecía, intentó orientarse por la luz, los árboles y las sombras. Pronto le dolieron los pies por el frío, a pesar de que se había confeccionado unas estupendas botas de piel de oso. Se lo había encontrado muerto; jamás se hubiera atrevido a enfrentarse con él a no ser que hubiera sido irremediable; ahora estaba demasiado viejo. Y cansado. Nunca había pensado en el futuro, le gustaban su libertad y los grandes horizontes, vivir a su aire, siempre había tenido muy pocas necesidades. Últimamente cada vez más a menudo, pensaba en dejar todo aquello.

El conejo asomó la cabeza confiadamente husmeando en el aire, él también buscaba algo que comer; dispuso su rifle y disparó. Comería, por fin, carne fresca. Siguió su camino, el viento desprendía la nieve de los árboles y al caerle encima le empapaba, pero estaba acostumbrado a las inclemencias del tiempo y continuó su marcha. De nuevo tuvo suerte y cazó otra pieza y luego otra. Después buscó algún lugar donde la hierba aún se conservara seca, la encontró bajo una oquedad en las rocas.

Volvió contento; entre tanto sus huellas habían vuelto a desaparecer, ocultas bajo la nieve, pero enseguida encontró la cabaña en la que se habían refugiado. Cortó dos ramas hermosas con su pequeño machete y las arrastró penosamente hasta la casa. Por lo menos tendría madera para el fuego, pero era preciso que se secara un poco, así que la acercó al hogar y después de quitarse la ropa húmeda, él hizo lo mismo.

- Ya estoy de vuelta Brandy, te traigo algo para que comas. Podremos irnos pronto, parece que la tormenta se aleja. Si conseguimos orientarnos en la nieve, bajaremos al valle e intentaremos llegar a algún sitio civilizado, necesitamos provisiones.

Peló uno de los conejos que había cazado, lo hizo cuidadosamente para no estropear la piel que luego, en primavera, podría servirle para confeccionarse unos buenos mocasines. Después atravesó al animal y colgó el palo sobre las brasas, a una cierta distancia para que no se quemara, no tenía prisa y prefería que se asara despacio. Puso agua en el pequeño caldero y echó en ella los menudos del animal y dejó que cocieran, podría tomarse un caldo caliente. Un escalofrío recorrió su espalda, aunque había colocado hojas y ramas contra la puerta y ventana de la cabaña, a modo de protección, el aire helado parecía colarse por todas partes. Se envolvió en su manta y se pegó al fuego.

- Estoy cansado Brandy, este invierno he pensado mucho en ello, tal vez sea el momento de que dejemos esta vida, aunque no sé vivir de otra manera; antaño me encontraba por las montañas con Lobo-James, el Francés y algún otro trampero; solíamos compartir la cabaña y pasábamos lo peor del invierno preparándonos para la primavera, mientras nos contábamos viejas historias. Lobo vivió con los indios mucho tiempo, le habían salvado la vida en una ocasión en que los lobos andaban hambrientos y se habían tropezado con él. Lo dejaron mal herido, le faltaba una oreja y tenía las piernas llenas de cicatrices.

Fuera se escuchó un ruido, de vez en cuando rechinaban las maderas del porche o se escuchaba un ligero roce en la puerta de la cabaña. Miró afuera, a través de la cortina, todo parecía tranquilo. Quizá fuera un oso, pensó.

- Tendremos que andar con cuidado, amigo, puede que sea un oso, o lobos, que también estarán hambrientos, les habrá llegado el olor a asado. Esperaremos al mediodía y entonces iremos a dar una vuelta y podrás moverte un rato y respirar el aire fresco. Yo miraré en el arroyo a ver si puedo pescar algo para ponerlo en salazón, tendremos comida para cuando volvamos al camino.

Se quedó dormido junto al fuego en cuanto comió, su estómago estaba acostumbrado a la frugalidad, para que, llegado el momento, no le pidiera más de lo que le podía dar. Empezó a soñar, como siempre; esta vez lo hizo con el río, no éste, sino aquél que decían daba oro. Había pasado allí tres años, llegó pobre y pobre se volvió a los bosques. Pero había aprendido mucho de los hombres y también había perdido parte de su ilusión e inocencia. También conoció a Deborah y se enamoró locamente de ella. La primera mujer a la que amaba, la primera a la que hacía el amor. Ambos eran jóvenes. Menuda y vivaracha, siempre riéndose, siempre bondadosa con todo el mundo a pesar de la dureza de su vida, Deborah quiso seguirle, pero ¿cómo iba a sobrevivir en aquel ambiente tan salvaje una muchacha como ella?

- Si mañana levanta, Brandy, nos iremos. Esta noche he soñado con ella, y tengo el presentimiento de que me está esperando, o de que le pasa algo y me llama. Ya, ya sé que aún el tiempo no está muy seguro y que sigue nevando, pero siento que tengo que ir, no podría quedarme aquí pensando que ella me necesita.

Tuvieron que esperar aún una semana. La ventisca azotaba durante el atardecer y las noches eran heladoras. Ahora nevaba menos pero el bosque seguía cubierto por una capa blanca que apenas dejaba distinguir las viejas huellas que señalaban los caminos. Mientras, él preparó salazones y reforzó su trineo de madera para que soportara bien el peso. Le quedaba ya poco café, harina o azúcar, apenas algunas latas de judías o espinacas, tendría que administrarse bien.

Extendió la gruesa manta de piel sobre el lomo de Brandy, primero le había cepillado a conciencia sus preciosas crines y cola; era un buen caballo, fuerte y obediente y su mejor amigo. Después enganchó el trineo a sus costados, dejó todo bien ordenado en la cabaña, si otro la necesitaba que lo encontrara todo en su sitio y por fin se puso en camino.
Estaba nervioso, tenía la sensación de que algo iba a suceder, se arrebujó en su abrigo de pieles y azuzó al caballo para que caminara ligero. Quería llegar cuanto antes a Mesa Verde.

No la vio. La raíz sobresalía del suelo, formaba un arco y se alejaba cuesta abajo, el caballo saltó suavemente sobre ella pero el trineo, pesado por la carga, dio un brinco y torciéndose de costado, volcó. Willy, medio adormilado, no pudo sujetarse a ningún lado, se dio un golpe en la cabeza y cayó rodando por el terraplén hasta llegar al ribazo por donde murmuraba el arroyo del deshielo. Y perdió el conocimiento.

Brandy apenas podía moverse, su cuerpo había quedado retorcido y con aquella carga sujeta a él. Tumbado sobre la nieve relinchaba llamando a su dueño. Cuando Will recobró la consciencia se dio cuenta de que todo su cuerpo estaba sumergido en el agua helada. Las piernas no le respondían y el terror se apoderó de él. Sabía que si seguía allí mucho tiempo, moriría. El agua bajaba rápidamente monte abajo y estaba cada vez más fría, o eso le parecía a él. Llamó a Brandy, escuchó sus relinchos a lo lejos, pero por más que le pedía que viniera, el caballo no parecía moverse, lo que quería decir que algo le pasaba a él también.

- Tengo que levantarme, si sigo aquí voy a morir. Debo salir del agua y ver si puedo llegar hasta Brandy, quizá podré taparme con una manta, si es que no hemos perdido el trineo. Pero no puedo mover las piernas, me mata el dolor.

Se arrastró por la nieve, la ropa chorreando agua, pronto el dolor empezó a desaparecer y no sentía nada. Apenas había recorrido un par de metros cuando tuvo que parar. Sentía un gran peso en el pecho que no le dejaba respirar. Siguió arrastrándose cuesta arriba. Su cuerpo iba dejando un surco húmedo en la nieve. Empezó a verlo todo nublado. Estaba muy cansado y le pareció que iba a desmayarse. Cuando despertó se sentía bien, estaba tranquilo, no sentía dolor, no tenía miedo. Su boca estaba seca, trató de llamar a su caballo, articulaba las palabras pero no brotaba ningún sonido. Nevaba de nuevo, no sabía cuanto tiempo había permanecido inconsciente, pero la nieve le había cubierto casi totalmente como si fuera un manto helado y ya no sentía frío, solo una sensación de bienestar que lo adormilaba. Sabía que iba a morir. Miró la luz entre los árboles, oscurecía, escuchaba el agua manando arroyo abajo, la brisa que soplaba entre las ramas, respiró entrecortadamente. Era una buena manera de morir, pensó, allí en el lugar donde había vivido siempre. Llamó una vez más a Brandy, pero solo movió los labios. Ya no se oían sus relinchos. Quería dormir, se estaba tan bien allí, ya no le dolían las piernas, ni las manos heladas y todo su cuerpo parecía dormido, solo necesitaba cerrar los ojos y descansar en paz.