viernes, 22 de noviembre de 2013

Señora mía









Colgó el teléfono, temblaba y su cara parecía de cera. Encendió un cigarrillo y miró a la calle. Solo podía ver las oscuras ventanas de las torres que, frente a la de su oficina, formaban parte de aquella nueva zona de negocios en el Ensanche.
Las cosas se estaban poniendo feas y dentro de poco podían hacerse públicas y se arruinaría su carrera. Apuró el cigarro nerviosamente, recogió el bolso y se puso el abrigo. Mientras esperaba el ascensor miró el reloj, las ocho y media, hacía horas que debiera haberse ido a su casa pero aquel asunto le preocupaba y no le dejaba pensar sensatamente. Como todas las noches últimamente, decidió ir andando, el aire fresco la ayudaría a despejar la cabeza. Subió bien el cuello de su abrigo y se abrazó a sí misma para protegerse del frío; aún había gente por las calles pero dentro de poco aquella zona quedaría totalmente desierta. Atravesó el puente y se dirigió directa al Comodoro, la humedad se pegaba al pelo, las aguas del río bajaban negras y amenazadoras; le apetecía tomar una copa y luego se iría a casa.
Aquellos hombres se reunían en el paseo que bordeaba el río, bajo los arcos del puente, resguardados en uno de los huecos que se formaban entre los pilares y una especie de caseta para controlar las luces de la zona. Eran unos cuantos, tumbados sobre cartones y abrigados con viejas y sucias mantas, tomando tragos de vino peleón, buscando entrar en calor.
Tomó la copa pensando en ellos, personas aparentemente sin pasado, ni presente y casi seguro que sin futuro, sin nada que perder; ya en la calle hizo una señal al coche que la seguía y se fue a casa. No le esperaba nadie, hacía tiempo que vivía sola. Se duchó se puso cómoda y preparó una ensalada. No le había dado importancia a aquello, nunca. En realidad lo había olvidado completamente hasta el día en que recibió la primera carta con aquella fotografía. Luego fueron otras con algunas más y una especie de currículum donde se contaba en qué circunstancias se habían hecho. Al poco empezaron las llamadas.
Reconoció la voz, por mucho que trataran de distorsionarla.

Roque buscaba entre la ropa desperdigada por la habitación una camisa que aún pudiera ponerse. El desorden reinaba por todas partes, la cama sin hacer, la mesa llena de restos de comida, en la pequeña cocina un despliegue de vasos, platos y sartenes sucios. En la que encontró parecía no haber ninguna mancha, estaba arrugada, pero podría servirle. Caminaba rápidamente, como si lo que iba a hacer fuera muy urgente. Subió la calle tomó el metro y luego el 79 que le llevaría hasta la Plaza de Chile, entró en la cabina telefónica e hizo la llamada. Empezaba a hartarse, aquella zorra pensaba que no hablaba en serio, a lo mejor creía que no se atrevería a cumplir su amenaza. No sabía bien quién era él, aunque debiera recordarlo, no creía que hubiera olvidado el tiempo que pasaron juntos.
Volvió a tomar un autobús que esta vez le llevó a las afueras de la ciudad y le dejó justo frente a un edificio marrón, lleno de pequeñas ventanas, algunas con rejas gruesas. Subió las escaleras y desapareció por la puerta.

La reunión, aquella mañana había sido dura. Todo se complicaba. Se dejó caer en el sillón de su despacho, encendió otro cigarro – tendría que dejar de fumar- y al fin dejó a su mente resbalar por el recuerdo de que había recibido una nueva llamada amenazándole y que tendría que hacer algo si quería que aquello acabara.

Yuri no pensó que en España tendría que mendigar y vivir en la calle. Era un hombre educado, había sido militar en su país y creyó que tendría suerte. Y así fue hasta que llegó la crisis y todo se fue al traste, prefería no pensar en ello. Otra noche más vio acercarse a  la mujer rubia y elegante que miraba insistentemente hacia el rincón donde se reunían. ¿Qué andaría buscando? Se preguntó, subió al puente y le salió al paso
-    ¿Me da un cigarrillo, por favor? ¿Y fuego?
Se miraron a los ojos, encendieron ambos un cigarro y dieron las primeras caladas escrutándose con la mirada.
-    ¿De dónde eres? – Dijo ella
-    rumano, del norte – tenía un bonito acento.
-    Te invito a una copa.
La miró sorprendido. Alguna viciosa, pensó. Pero no podía desaprovechar la oportunidad de tomar una copa gratis. Caminó detrás de ella, hoy no le seguía el coche negro. Miró a hurtadillas y no lo vio por ningún lado. Curioso que anduviera por esas calles solitarias, sola en plena noche. Metió sus dedos por el pelo y alisó su ropa, intentando aparentar normalidad.

Ella pidió que les hicieran unos bocadillos de jamón, se los sirvieron en una mesa en un rincón oscuro, como si fuera una cita furtiva, aunque apenas había nadie allí. Unos gintonic hicieron las veces de postre.
-    ¿Trabajas? – Preguntó ella
-    No, qué más quisiera.
-    ¿Estarías dispuesto a trabajar en lo que fuera?
-    Si – Y miró aquellos fríos ojos directamente. Se entendieron sin palabras.

Esta vez contestó a la llamada mucho más segura de sí misma.

-    Ya te lo he dicho, Roque, no me vuelvas a llamar, no vas a conseguir nada de mí.
-    Ya lo creo que sí nenita, sabes que si la prensa se entera de tu secreto, las lenguas se afilarán y eso no será bueno para tu campaña. Y lo que te pido no será difícil para ti.
-    ¿Y luego qué me pedirás? Tú sabes de sobra que esto es un chantaje y que podría denunciarte.
-    Hazlo, querida, hazlo y todo se hará público. Te doy una semana de plazo, necesito el dinero y también los papeles que te he pedido.

Caminaba por la calle oscura, en medio de la niebla que se levantaba del río como un manto roñoso. Sus pasos lentos, la cara oculta por las solapas del abrigo y un cigarro en los labios. El hombre le salió al paso, brotando como un fantasma de la puerta de un portal. La tomó del brazo y la llevó poco menos que en volandas.

-    ¿Dónde vives? - Preguntó
-    Cuidado, Yuri, me siguen y podrían verte.
-    Despídeles y diles que yo te acompaño.
-    No quiero.
-    Te conviene hacerlo
Volvieron a mirarse a los ojos y supo que aquel hombre era capaz de cualquier cosa.

Subieron a su casa. Nicolás, el conserje de noche la saludó con una sonrisa cómplice en los labios, no era la primera vez que volvía acompañada.

Le dijo que iba a ponerse cómoda y sacó del cajón de la mesilla el pequeño revolver que le había regalado Roque cuando aún vivían juntos.
Yuri había preparado unos cócteles y escuchaba música mirando por la ventana. Parecía un hombre de mundo, incluso su aspecto había mejorado mucho. La tomó en sus brazos y comenzaron a bailar. Estaba sorprendida y no supo resistirse. Cuando la besó en el cuello y luego en los ojos hasta finalmente llegar a su boca no opuso resistencia, fascinada por la situación.

-    Yo voy a cuidar de ti – le dijo al oído – nada ni nadie te hará daño si te portas bien conmigo. Eres muy hermosa y me gustas mucho. Podríamos pasarlo muy bien los dos juntos. Déjame que te haga el amor, olvídate de todo.
Estuvo a punto de sacar la pequeña pistola del bolsillo del blusón, pero su cuerpo temblaba de deseo, aquel hombre era muy hábil y últimamente no había tenido mucho tiempo para aquello.

Roque tomó el autobús pensando que esta vez iba en serio y si ella no quería entenderlo lo comprendería en cuanto viera la primera imagen en el Todo Noticias del día siguiente:

“En el preciso momento en que la Vicepresidenta primera del Gobierno, postula en las primarias de su partido para presentarse a las elecciones generales de Marzo, como aspirante a la Presidencia, una noticia se ha hecho pública: Carmela Santisteban Sánchez es madre de una niña disminuida psíquica; lo escandaloso del hecho, que en sí carecería de importancia, es que la Santisteban dejó abandonada a la niña al poco de nacer en un orfanato de la ciudad, al saber que nunca podría ser normal, poniendo en peligro su carrera .”

Sonrió malévolamente. Apenas habían pasado unos meses desde que salió de la cárcel, había sido todo un error, sus socios le habían engañado vilmente, y aún así había pagado con seis años de su vida. Y nada más salir se encontró con la existencia de aquella niña, desconocida hasta entonces para él. La zorra de su ex le anunció que también era suya y que si él lo quería, la tomara a su cargo, ya que ella no tenía ninguna intención de hacerlo. La cría le importaba una mierda, aún así le prometió que lo haría a cambio de un par de favores urgentes. Ella se negó terminantemente. Muy bien, ella lo había querido y ahora tendría que hacerlo a la fuerza.

Era de noche y había llovido mucho, del asfalto brotaba un vapor espeso; bajó en la parada más próxima a su casa, cruzó de acera justo por detrás del autobús, en ese momento un coche pasó velozmente y chocó contra Roque arrastrándolo unos metros. El conductor bajó del coche rápidamente, hurgó en los bolsillos de su abrigo y se fue corriendo. El suelo estaba húmedo y muy frío, abrió y cerró la boca dos veces, absorbiendo el aire desesperadamente. Tosió y una mancha roja asomó por sus labios, con ojos aterrados miró a un lado y otro. Para cuando llegó la ambulancia ya había muerto.
A nadie le pareció extraño que en el piso del muerto reinara el más total de los desórdenes; como nadie había forzado la puerta y aparentemente no faltaba nada, la policía resolvió que aquella muerte había sido un accidente y cerró el caso.

En el Teatro Nacional, Carmela Santisteban, en su primera salida oficial como Presidenta de la Nación, contemplaba a las bailarinas danzando delicadamente, Justo detrás, a su espalda, recostado contra la pared, un hombre rubio y atractivo, que parecía extranjero,  miraba su nuca con una sonrisa satisfecha.