viernes, 22 de noviembre de 2013

Querida Belinda













Estoy ya algo cansado, pero muy feliz. El viaje ha sido un acierto; reconozco que ya, queda poco de lo que yo venía buscando; pero poder pasear por los lugares de la infancia, es algo grande. Esta ciudad ha crecido enormemente, apenas puedo reconocerla; solo en pequeños rincones que han conservado la belleza de lo antiguo. Querida, mis primos son, como siempre te decía, personas muy agradables, ellos se encargan de llevarme y traerme de un lado a otro, orgullosos como están del progreso y los cambios que se han producido en su entorno. Me preguntan continuamente sobre mi estancia en América y nuestra vida juntos y por tu salud y la de nuestros hijos.

Hoy he decidido irme solo, me apetece bastante, para poder pensar, porque cada rincón que reconozco, me trae un recuerdo y necesito recrearme en él. He tomado el metro, me han dicho que me llevará cómodamente al lugar que quiero ver hoy. Para mí esto es nuevo, cuando yo me fui, aquí no había ni suburbano, ni tranvía; el viejo que iba, en mi infancia, por Gregorio Balparda, para ir al Hospital, ya había desaparecido bastante antes de irme. Ahora G. Balparda se llama Autonomía y el tranvía parece una culebra verde que se pasea por la parte más turística. No sé si es porque tiene pocos años, pero este metro me ha parecido muy bonito y limpio, así que ha sido agradable viajar en él. En las proximidades de la ciudad el convoy va por túneles y de pronto, deslumbra un haz de luz solar que se apodera del espacio, al salir del último. Y ya, el resto del viaje es todo al aire libre.

Así se puede dar uno cuenta de lo que es y sobre todo lo que fue mi ciudad, en otros tiempos. La salida al mar aún está llena de barcos, atracados a las orillas; esqueletos en formación que serán grandes pequeros más tarde, viejas grúas que trepan al cielo, como sombras negras y también algunos mercantes que necesitan arreglo y otros que irán pronto al desguace. Esto me trae recuerdos de la vuelta a casa, después de un día de playa, en el tren, y las puestas de sol rojas como un infierno, por el calor de los altos hornos que siempre quemaban y quemaban combustible. Cuanto más cerrada la noche, más rojo se dibujaba el horizonte. Un poco más allá, justo cuando el mar ya se une al caudal del río, formando la gran ensenada, un pequeño puerto acoge a una flotilla pesquera, llena de color; acaban de volver de faenar y la rodean cientos de gaviotas chillonas.

He bajado del metro, que continua su camino por la costa. ¿Recuerdas aquél puente del que siempre te hablaba, que iba colgado de cables y cruzaba la ría? He pasado, sentado en un banco, un buen rato mirándolo y dejándome llevar de los ensueños. Mi madre, que cubría su cabeza con un pañuelo anudado en lo alto, la cesta de la comida, mis bañadores de tirantes, los de volantes de mi hermana. Mi padre, que aunque fuera a la playa, seguía con sus calcetines, sus zapatos y sus tirantes, siempre serio y a la vez tan alegre. Después, me he ido a pasear por la Avenida que bordea la costa. Enfrente está el Superpuerto, en el que los petroleros y otros barcos de gran calado, cargados de contenedores, llevan y traen las mercancías hasta o desde mares lejanos. Pero aquí, junto al paseo, los barquitos del Club de vela, peinan el aire cálido y éste agradece el favor haciéndoles repicar los aparejos.

No sabes, mi amor, cómo me gustaría que pudieras estar aquí conmigo, porque es realmente hermoso. He caminado mucho, pero ha merecido la pena. Hay preciosos chalets que miran a la bahía y que rodean el paseo. Son casas señoriales que llevan aquí mucho más de un siglo. Desde sus ventanas, pueden contemplar este espacio enorme, en el que se ven toda clase de barcos. Al resguardo del gran murallón que protege una de las playas, la más grande, aún hay otro puerto, este lleno de yates y motoras que esperan a los domingueros para que las saquen de paseo y muy al fondo, un enorme pantalán donde atracan los grandes transatlánticos que llevan a la gente de crucero. Cuando yo me fui apenas algo de esto existía.

Pero, como te he contado en mis otras cartas, yo tenía una meta y aún no había llegado a ella. El olor a mar me ha rodeado todo el camino; por el que iba, apenas he visto gente, bordea la playa y lleva hasta un rincón precioso que se podía ver a lo lejos. Trepando por una colina, hay un grupo de pequeñas casas blancas, que parecen un racimo de setas recién crecidas al sol. Una amplia escalinata lleva a ellas, la he subido nada más llegar; nunca pensé que aún podría hacerlo tan rápido. Pero sé muy bien lo que voy a ver desde arriba. La pequeña plazoleta duerme allí como siempre, a la sombra de los plátanos. Las mesas y sillas de madera, de esas que se pliegan, siguen colocadas en su sitio, mirando al mar, como debe ser. Coronando el último peldaño, justo a un lado, la vieja bolera, que ahora resguarda los juegos de los niños cuando llueve. Y más allá las estrechas calles por las que discurre el viejo barrio de pescadores.


He pedido una cerveza y con ella en la mano, me he sentado en los peldaños de la escalinata. Sudaba, he tenido que quitarme la chaqueta, ¡Ay¡ amor mío, ya no estoy para darme carreras. No puedo describirte mi emoción; estaba allí, como siempre, con el tiempo detenido, como cuando veníamos a ligar a las chicas los domingos. Y he mirado al mar y a mi puerto. Por mucho que he recorrido, nunca he podido olvidar este rincón. Porque la parte más hermosa de todo este entorno está aquí en el Puerto Chico, apenas un puñado de arena y un espigón grueso y negro, un par de docenas de botes amarrados, que cuando baja la marea quedan varados al fondo, y una entrada y salida barrida por las corrientes en la bajamar. Allí me bañaba en verano, entre los cabos y las maromas, pasando de una barca a la otra, lanzándome al agua desde lo alto de alguna de ellas, allí he visto ponerse el sol en los atardeceres, a los pescadores salir a la captura del jibión y en la noche cerrada, sus pequeños faroles de luz opaca, brillando en la negrura. Por las mañanas, las mujeres bajaban a ayudar a sus maridos y si tenías suerte, te vendían algo de la pesca de ese día y por eso sabíamos tan bien, la diferencia de un pescado a otro, en forma, color y sobre todo sabor.

Recostados en la hierba, en la entrada a la playa, como viejos tiburones muertos, reposaban las embarcaciones que ya no servían o las de los marineros que ya no podían salir a la mar.  Contemplábamos el horizonte al anochecer, protegidos por los costados, a veces a babor, a veces a estribor, de su vieja madera con olor a sal y a marisco. Enamorábamos torpemente a las niñas y fumábamos cigarrillos, robados en casa a nuestros padres. Hoy el sol aún está alto, brillan, a lo lejos, las embarcaciones de nuevas fibras y los cristales de los coches, aparcados cerca del puerto. El mar va y viene sobre la arena, adornándola con una especie de bigotillo negro a lo largo de la pequeña playa. Cuando llega la bajamar, asoman las rocas, en las que pescábamos quisquillas, carramarros y algunos pececillos inocentes; ahora están también negras y no huelen a marisco, pero este sigue siendo el Puerto Chico que guardaba en mis recuerdos.

He vuelto al hotel, querida y lo primero que hago es escribirte, quiero contarte, ahora que aún está fresco en mi memoria, todo lo que he visto. Hoy solo quiero hablarte de las cosas bellas que recuerdo y aún existen, no de las luchas obreras en las fábricas, de la falta de libertad, del miedo a ser detenido o de la escasez de recursos. De todo aquello que me empujó un día a dejar mi país para irme a uno al otro lado del Atlántico. Sé que Margarita te leerá mi carta dándole a cada una de mis palabras, el tono adecuado para que tú veas con tu imaginación lo que deseo decirte y puedas sentir y ver en tu interior toda su belleza.

Cuídate mucho, mi vida. Dentro de nada estaré de nuevo contigo. Mi viaje de vuelta, ahora, no durará tanto como aquél que me llevó a tu país y a conocerte. Y podremos abrazarnos y volveremos a nuestras conversaciones de siempre.

Te quiere, Miguel.