domingo, 29 de diciembre de 2013

©El dilema de Olentzero




Olentzero miraba a las montañas envueltas en niebla, a los campos húmedos del amanecer. Acababa de volver a casa, los animales estaban ya arreglados y los perros sueltos para que husmearan en sus árboles preferidos. Acababa de darse un baño. No sabía por qué tenía fama de sucio, siempre se lavaba a fondo y teniendo en cuenta que se dedicaba a producir carbón vegetal en el monte, estar renegrido parecía lo natural.
Por aquellos días estaba doblemente cansado. Era la época del solsticio de invierno, cuando le tocaba bajar a la ciudad a vender su trabajo, hacer aprovisionamiento y ver cómo iban las cosas por el pueblo. Como tenía mucho tiempo libre, sobre todo cuando llegaban las grandes nevadas, solía tallar pequeños muñecos de madera, niños vestidos con chaleco de piel de oveja, niñas de trenzas rubias, perrillos, gatos y otros animales, incluso casitas con balcones verdes y arbolillos para adornarlas.



Así había empezado todo. Una madre le pidió que saludara a su hijo, le contara una historia sobre regalos y magia y le diera alguna de sus tallas, que ella se la pagaría. Luego fueron dos las madres y así de un año para otro se vio tallando para todos los niños del pueblo pequeñas figuras que ellos empezaron a elegir poniendo por escrito cuales deseaban cada uno de ellos.
Al principio a Olentzero aquello le hizo gracia, le gustaban los niños y él no tenía ninguno, además disfrutaba mucho cuando veía las caritas de alegría cuando les daba los juguetes. Un invierno Olentzero se puso enfermo durante la época del solsticio. Aviso en el pueblo que no podría bajar como siempre. Aquello alborotó a los padres; los niños esperaban ilusionados sus regalos y sería triste que aquel año no los recibieran. Un padre se encargó de subir al monte a por ellos y por la noche, cuando nadie le veía, los distribuyó por las casas, dejándolos en las ventanas y así nació una gran mentira que haría felices a los pequeños mientras fueran inocentes. Desde entonces, en la época del solsticio, todos los niños ponían sus zapatos en la ventana y por la noche Olentzero se encargaba de ponerles sus juguetes recién tallados, dentro de ellos.


 Esto sucedió hace muchos, muchos años. Lo que empezó siendo una costumbre que solo se vivía en su pueblo, llegó a oídos de los caseríos cercanos y ellos también quisieron juguetes para sus niños. La idea llegó a la ciudad y entonces Olentzero comprendió que no podría tallar para tantos niños ni en cinco inviernos, así que buscó ayuda. Un fabricante medio arruinado le prometió que haría cuantos juguetes necesitara.

Miró al cielo, la niebla no se disipaba lo que quería decir que mejor no sacara el rebaño del aprisco, porque podía perder algunas ovejas. Pensó en sentarse delante de la chimenea y comenzar su trabajo con los juguetes. Las cosas se habían complicado bastante, los niños de hoy en día pedían cosas muy raras y él ya no podía hacerlas. Estaba muy triste.


Sí, tenía una gran pena, todo aquello se le había ido de las manos. Lo que empezó como un juego agradable que a todos sentaba bien, se había convertido en una gran mentira que hacía ricos a muchos. Eso no estaba mal, también muchos podían vivir de ello y los niños ¡se mostraban tan felices! Pero a él empezaba a pesarle en el corazón que una tradición tan fantástica estuviera basada en una gran mentira. Solía ver a los niños disfrutando de la ilusión de lo mágico, pero no mucho tiempo después veía sus caritas desilusionadas al saber que aquello no era lo que habían creído. Algunos no olvidarían nunca que habían sido sus propios padres, con la mejor de las intenciones, eso sí, los que habían continuado con el engaño.
Se daba cuenta de que, aunque lo quisiera, ya no podría volver atrás. Era imposible deshacer aquello que había comenzado creyendo que sería diferente.
Olentzero sacudió la cabeza y atizó el fuego de la chimenea. De momento tenía todo el año para pensar en esto, después decidiría que iba a hacer. No haría nada, como siempre, porque imaginaba la ilusión de los niños inocentes y pensaba que aunque solo fuera por ellos merecía la pena. Y además cuando los niños crecen deben ir aprendiendo que la vida está llena de dificultades, desilusiones y mentiras.


  

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