martes, 7 de enero de 2014

©Amanecer










Adela despertó de pronto. Ni siquiera abrió los ojos para ver qué hora era. No le importaba, quería seguir allí quieta y sin pensar. Luego recordó que era martes y que, por fin, las fiestas habían terminado. Respiró aliviada. Tendría aún que recoger el árbol, el belén y todo lo demás. Pero eso lo haría en un pis pas y sola. Suspiró bajo las sábanas. Ahora me levanto —se dijo.

Marcelo oía, a lo lejos, el familiar ruido de la obra de la nueva urbanización. Estaban construyendo un montón de pisos de protección oficial y de venta libre. Había ido a solicitar trabajo y le habían dado una respuesta bien intencionada pero sin esperanza. Dio otra vuelta bajo las mantas. No había dormido en toda la noche, se habían acabado las fiestas. Aún se preguntaba cómo María se las había arreglado para celebrarlas como Dios manda. A lo mejor se quedaba en la cama ahora, a ver si podía dormir algo. Hacía tiempo que apenas dormía. Hoy no me levanto ¿para qué? —se dijo— aunque María se enfade conmigo cuando vuelva de hacer la limpieza por las casas. ¡Pobre María! Quien se podía imaginar que iba a acabar así.

Aitor seguía durmiendo, era ya la hora pero él dormía a pierna suelta, tranquilamente. Soñaba que estaba matando enemigos en su nuevo juego de ordenador, el que acababan de echarle los Reyes. La mano de su madre se paseo por su cara hasta subir a su cabeza y darle un tironcito de una de sus orejas. ¡Aitor, hijo, levanta! Las palabras llegaban de lejos hasta penetrar en su cerebro. Abrió los ojos de golpe. ¡Joer! si hoy comienzan las clases de nuevo —se dijo—Vaya mierda. Cada día le gustaba menos ir al colegio; las vacaciones habían estado muy bien. Sus padres le habían permitido salir a jugar futbito con sus amigos, a pesar de que le hubieran castigado por que sus notas habían bajado mucho. Las fiestas habían estado geniales. Y los regalos de Reyes aún mejores. Se levantó de un salto y se metió al baño. Iba a perder el autobús si no se espabilaba.

Carmen sintió en los ojos cerrados el rayo de sol que penetraba por la ventana, era la hora de levantarse. Apretó la cabeza contra la almohada. Se había levantado dos veces esa noche y luego se había podido dormir, por fin, no hacía mucho. Movió las piernas un poco hasta tropezar con las de Pedro suavemente. Estaba aún en la cama también él. Mejor, porque tampoco dormía mucho y seguía despertándose con la rutina de siempre a las siete en punto. ¡Cuánto había cambiado sus vidas con la jubilación! Habían hecho tantos planes para cuando esta llegara. Dicen que el hombre propone y que Dios dispone, en su caso había sido así, pero daba gracias a que él siguiera allí, acostado a su lado un día más.

Pepón se tropezó con la larga melena rubia, cuando estiró el brazo. ¡Caray! había olvidado a la tipa que se había ligado en la noche. No sabía por qué seguía aún allí, eso era algo que no le gustaba nada. Siempre les pagaba un taxi para que se fueran pronto. ¿Estaba tan mal esta noche que se había olvidado o se había quedado dormido? La verdad es que había bebido mucho, no le gustaban aquellas fiestas, le recordaban que estaba solo. A él la Navidad le daba lo mismo. La rubia estaba muy buena, esa era la verdad y sabía lo que hacía. Se levantó al baño, hizo pis y se aseo un poco, se lavó los dientes y volvió a la cama. Para cuando la mujer abrió los ojos él ya estaba preparado. Luego la mandaría a su casa. El tendría que apresurarse si quería llegar a tiempo a la reunión.

Sofía llevaba tiempo despierta. Con los ojos abiertos contemplaba los muebles de su habitación y pensaba que eran bonitos, simplemente agradables en su disposición y colorido. Le gustaba su casa, tenía el tamaño justo y estaba en el sitio justo; no la cambiaría por ninguna otra. Hoy iba a salir a andar, luego iría a tomar un café a la plaza y así charlaría con la dueña del bar, una mujer agradable, un poco rústica pero llena de sentido común. Tenía que comprar algunas cosas porque hoy no pensaba salir hasta última hora del día a dar su paseo nocturno. Tenía una idea dándole vueltas en la cabeza desde hacía unos días, pero con tantas fiestas no había tenido tiempo ni siquiera de anotarla en su libreta. Se estiró en la gran cama, toda enterita para ella. Voy a escribir una gran historia, este será mi gran libro —se dijo— pero no tengo prisa. Qué bueno es esto de no tener prisa.

Merche paró el despertador de un manotazo, casi lo tiró de la mesilla. Le dio un codazo a Juanjo y se tiró de la cama dando traspiés. Abrió las persianas en el cuarto de los niños y les dijo a gritos: ¡Venga arriba, daros prisa que tenemos el tiempo justo, ya lo sabéis! Los niños se sentaron en la cama con ojos adormilados y luego como autómatas se metieron al cuarto de baño. Se duchaban a la noche, así que terminaron pronto de asearse. De mientras, Juanjo había hecho su cama y ella preparaba el cola cao y las tostadas. Estaba todo milimetrado, nada podía salirse de su lugar, todo tenía que transcurrir tal y como lo habían planificado. A las ocho menos diez estaban los cuatro sentados en el coche. Se acabaron las vacaciones de Navidad, todo volvía a la rutina. Dejaron a los niños en la puerta del colegio, Juanjo se bajó delante del Ministerio y ella llegó a su tienda justo con tiempo de abrir y poner un poco de orden. Los días anteriores habían sido horribles y ahora tocaba preparar las rebajas. ¿Era vida aquello?

Pablo se asomó a la balconada que rodeaba el porche de su casa. Era pronto, pero le gustaba ver aparecer el sol por entre las montañas. Rosario salió de la cocina con dos tazas humeantes en las manos y sentados en el banco de madera, tomaron su café a pequeños sorbos, disfrutando del paisaje y del momento. Todas las mañanas Pablo se decía que había sido una buena idea quedarse a vivir allí. Tengo que bajar a Carrejo esta mañana —le dijo su mujer— necesito hilos y lanas y de paso pondré en correos los últimos encargos, ha sido de locura esta Navidad. A ver qué pasa por el pueblo —añadió sonriendo abiertamente. Siempre le admiraba su serenidad, esa especie de contención natural que la dotaba de aquel saber estar y de una alegría tranquila. Si ella se iba, él subiría a ver el pinar de arriba, tenía varios pedidos de madera para chimenea y aún no había decidido qué árboles se la iban a proporcionar. Siguió allí sentado, escuchando el canto de los pájaros y el sonido misterioso del campo por la mañana y a Rosario trasteando en la cocina con la vajilla.

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