domingo, 30 de marzo de 2014

Cuando vuelvas







 
En la Red

   Para llegar a su despacho Marga pasaba todas las mañanas por la plaza del Planeta. Los enormes árboles dejaban en la sombra los bancos y en el centro, una fuente con una bola del mundo hueca y herrumbrosa que escondía el caño que soltaba el chorro de agua hacia arriba. Aquel día, como casi todos, se encontró con Joaquín Quesada que, como ella, se dirigía a abrir la farmacia de la esquina, dos calles más abajo.
   —Buenos días Marga, veo que hoy tampoco te jubilas ¿eh? Creo que eso de la Lotería no funciona. Venga, vamos a por el café.
   —Sí claro, uno rápido que me espera un día difícil, mañana llegan los ingleses y tengo aún cosas que preparar.
El Piérola estaba justo en la esquina y su cristalera daba de lleno al jardín.
   —Hoy no está ¿te has fijado? Qué raro —le dijo él, señalando con la barbilla hacia la plaza.
   — ¡Ah! pues tienes razón, no me había dado cuenta. Se habrá quedado dormida, aunque es raro sí.
   La mujer siempre estaba allí, lo mismo cuando hacía calor como cuando hacía frío. Sentada en el mismo banco, parecía una estatua blanda y pálida. Lo único que solía cambiar en ella era la indumentaria. Un abrigo grueso de lana, un impermeable largo y acolchado y un paraguas negro enorme, o falda, blusa y jersey, cuando llegaba el buen tiempo, todo pasado de moda. Lo mismo en un momento que en otro, la cabeza siempre cubierta por unos gorros que empezaron siendo normales para el frío o el sol y que, poco a poco, se fueron volviendo más extraños y extravagantes.
   Allí estaba, día tras día, sentada en el mismo banco y mirando al mismo lugar sin siquiera pestañear. El mundo perdía los bordes cuando apartaba la vista de aquel punto en concreto donde parecía residir todo lo que le interesaba en el Universo. Decían que llevaba allí muchos años, que había sido la comidilla del barrio y que los niños iban a la plaza a reírse de ella. ¡Qué sabían ellos de locura o de obsesión? A ella no le importaba nada, solo mirar, esperar, soñar. Era la viva imagen de la determinación, tenía una paciencia infinita. Todo su cuerpo parecía querer salir volando por si, de un momento a otro, el objeto de sus desvelos aparecía de pronto.
   Para aquella parte de la ciudad era como una farola, o un semáforo, como la bola del mundo herrumbrosa. Siempre estaba allí, por eso las pocas veces que faltaba, la mirada podía atravesar el vacío que dejaban ella y sus gorros.
   Cuando sucedió aquello nadie la echó en falta, o mejor todos pensaron que volvería pronto. Pero no fue así. La prensa de la ciudad se hizo eco de la noticia. Aquella extraña mujer que había pasado la mayor parte de su vida esperando sentada a alguien, acababa de morir. Tres días antes, cuando se preparaba como siempre para acudir a su cita, se miró al espejo y angustiada se preguntó.
— ¿A dónde vas?
   Fue como si una luz se hubiera encendido en su cerebro y lo hubiera visto, de pronto, todo claro. Cuando se calaba el gorro azul en la cabeza se vio tal como era, gruesa, con la piel morena del aire libre, los ojos saltones y miopes y los labios temblorosos.
   ¿Quién era aquella mujer, a dónde iba con aquel aspecto cómico? No podía ser ella, ella no era así. ¿Qué diría Jaime si la viera de esa guisa tan ridícula, con aquellas mejillas pintarrajeadas y los labios rojos como fresas?
   Pero ¿Qué decía? Jaime había muerto hacía mucho, justo el día en que iban a casarse. Lo recordaba perfectamente, un coche le había atropellado cuando venía a la iglesia. Y ella permaneció allí en la sacristía, esperando, esperando, esperando...
   No, no había sido así, volvía a engañarse. La verdad era tan horrible que se había bloqueado en su cabeza para siempre. ¿Por qué entonces ahora los recuerdos se hacían presentes para que no olvidara que él se fue con otra y la dejó plantada en el altar?
   La luz volvió a apagarse en su cabeza. Como si nada hubiera pasado siguió colocándose el sombrero de lana, dejó que dos rizos asomaran tapándole la frente, anudó los botones del jersey y luego se ajustó el cinturón del abrigo. Hacía frío aquél día.
   Llevaba la bolsa de lana, en la que parecía guardar todos los tesoros del Rey Salomón, agarrada con las dos manos. Caminaba con determinación dándole ligeros golpes con las piernas. Parecía pesada. Tenía que ir y esperar, esperar porque volvería. Seguro que iba a venir pronto. Cuando volviera ella estaría allí aguardándole, tal como habían quedado.
   Aquella mañana el sol salió tímidamente, la gente caminaba deprisa. Marga entró en el Piérola a tomar su café antes de subir a la oficina. Joaquín Quesada estaba de viaje en Londres a donde había ido a recoger a su hija que volvía de un intercambio. La vio a través del cristal caminaba despacio pero decidida, a pasitos cortos, aferrada a su bolso, sin mirar a los lados, como una autómata. Por eso, al cruzar la calle para llegar a la plaza, no vio el coche que, en ese momento rodeaba la rotonda. El ruido del frenazo hizo volver la cabeza a todos los que pasaban, el coche la empujó contra el bordillo de la acera, el golpe sonó como a hueco, la cabeza rebotó varias veces hasta que finalmente se detuvo. Estaba muerta.

2 comentarios:

Carlos Maza dijo...

Una triste historia que recuerda aquella canción de Penélope. Me acuerdo también de una familiar antigua a la que enterraron con más de cincuenta años vestida de novia, tal como quería ir al altar treinta años antes, cuando su prometido murió tres días antes de la boda de una enfermedad. Hay muchas historias así a las que no les hace falta siquiera ese trágico final, porque esa eterna espera ya es trágica de por sí.

David Rubio dijo...

Los parques tienen algo de paréntesis. Son oasis en medio del bullicio. Es hasta lógico que ella decidiera compartir con él su soledad.
Muy buena y cruda historia. Un abrazo