lunes, 5 de mayo de 2014

Renglones torcidos para una vida ( tema Temor)


De la Red



     No siempre somos conscientes de lo mucho que influirán en nuestras vidas las pequeñas cosas que nos suceden. Yo era pequeña y los niños viven y no entienden de cosas que les pasan, así que no me di cuenta hasta que fui mayor y para entonces ya estaba tocada y hundida como un acorazado en el juego de los barcos.
    
Yo era una niña tímida y soñadora, hija única en una casa feliz. Mi padre era un hombre alto, moreno y muy guapo, parecía imposible que hubiera algo en él que no fuera perfecto. Yo era su niña y cualquier cosa que él dijera a mí me parecía la Biblia. Un día, cuando yo apenas tenía nueve años, sucedió algo y me di cuenta de que ni siquiera él era perfecto. Cuando volví del colegio me enteré de que le habían ingresado en el hospital; me llevaron a verle. Estaba sentado en un sofá, pálido y con su hermosa sonrisa apagada, los ojos empañados por un extraño velo que antes no estaba allí.
    
El resto fue sucediendo a medida que pasaba el tiempo, el corazón de mi padre no iba bien y así su vida se transformó en otra muy diferente. Dejamos de juguetear por la casa y de salir al campo a recorrer caminos entre pinos, hayedos y rocas blancas. Había temporadas en que parecía que iba a volver a ser el mismo de siempre. En esos días me tomaba de la mano y me acompañaba al colegio, para luego acudir a su trabajo y yo era la niña más feliz del mundo.
    
El primer día en que vi a mi padre auténticamente grave yo tendría unos quince años, me iba bien en el colegio y tenía muchos amigos. No pensaba en nada más que en pasármelo bien, arreglarme para gustarme y gustar a los chicos y en estudiar para aprobar y poder disfrutar de las vacaciones. Llevábamos una buena racha en casa y los médicos y practicantes casi se me habían olvidado. Estaba jugando en la plaza junto a casa cuando me llamaron. Subí corriendo al piso, mi madre lloraba y yo tuve que ir corriendo a la Iglesia a buscar a un cura cuando el médico dijo que seguramente no resistiría mucho. Pero sí resistió. Y mi padre se transformó en otro al que no reconocía. Sentado en su butaca apenas podía moverse, estrechez mitral, le habían dicho, algo que hoy es perfectamente controlable, en aquel tiempo era mortal ya que no había cirugía para controlarlo, al menos en España.

Veía a mi madre continuamente preocupada, mirándole a la cara temiendo que en cualquier momento fuera a quedarse muerto. El se daba cuenta de que todos vivíamos pendientes de él, aunque nosotros creíamos que lo disimulábamos. Durante un tiempo su carácter se hizo violento y resentido, era muy joven y no quería estar enfermo y se volvía contra nosotros porque, siendo jóvenes como éramos, nos reíamos o metíamos ruido por la casa. Una mañana mamá lo encontró muerto al levantarse. Tenía entonces diecisiete años y aún recuerdo aquella manera de llorar tan terrible, tan animal, mi incredulidad y resentimiento porque nos dejaba solas y luego el dolor y la sensación de pérdida que aún conservo en el corazón.      Me hice mayor, la vida siempre continua y los años hacen que todo se serene. Conseguimos salir adelante, mi madre mantuvo el negocio de la familia y yo empecé a trabajar en una oficina.  Cada mañana salía de casa, a menudo con el tiempo justo. Volaba por la calle para no llegar tarde y de pronto me paraba en medio de la acera preguntándome a dónde iba y sintiendo que el corazón me palpitaba muy fuerte, entonces me sentía perdida. A mí también va a pasarme, me decía asustada. Lo mismo me sucedía si íbamos al monte o si andábamos en bicicleta en verano. Yo controlaba a cuantos metros íbamos a subir en la montaña con los amigos, por si eran demasiados y eso al corazón no le iba bien. Se lo había escuchado decir a mi mamá cuando hablaba con mi padre. Otra cosa era lo de viajar en avión, no lo haría nunca, me había prometido. La sola idea me producía un enorme desasosiego. Y así, mis manías fueron en aumento sin que yo me diera cuenta de que se estaban convirtiendo en un problema que empezaba a afectar a mi vida. Para entonces había recorrido la consulta de varios médicos de diferentes especialidades, porque realmente no me sentía bien. Lo que al principio era solo aprensión se había convertido en algo enfermizo y obsesivo. No tenía nada, me decía el galeno de turno y yo me decía: este no tiene ni idea, no me entiende, iré a otro.
    
Me casé, mi marido escuchaba mis temores, pero no les daba importancia. La mejor época para mí fue cuando nació mi hijo. No tenía tiempo para preocuparme por mí, ya no me dolía nada y era muy feliz. Al cabo de un par de años, cuando empezó a caminar, mis miedos los puse en él. Sufría porque podría pasarle algo, se enfermaría o se caería o podían raptarlo Y toda mi alegría volvió a transformarse en aquella angustia que había vivido conmigo siempre. Hablaba continuamente de enfermedades, de dolores y de miedos hasta que llegó un momento en que dejé de ser la mujer agradable que siempre había sido, o eso creía yo, y los amigos empezaron a espaciar sus llamadas. Lo cierto es que les hacía sufrir sin darme cuenta, les causaba preocupaciones y no hacía nada por remediarlo.      Mi hijo crecía en medio del cuidado excesivo y yo decidí que iba a volver a trabajar, a ver si así me distraía de aquella angustia constante por cosas que no pasaban y que pudieran no pasar nunca. Mi marido estuvo de acuerdo y yo diría que muy contento. Más tarde me di cuenta de que yo era una carga pesada para él y que le daba pocas treguas de alegría. Me vino bien volver al trabajo.
Me readmitieron y en poco tiempo había recuperado mi puesto y mi jefe empezó a confiarme asuntos relevantes. Pensé que todo se acabaría el día que me dijo que debía acompañarle a Londres porque tenía una reunión importante y no hablaba demasiado bien inglés. Yo le haría de intérprete. Esto se acabó, me dije. No pensaba ni por lo más remoto viajar en avión.  Volvía a temblar como en los viejos tiempos, no podía pensar y sentía un sudor frío bajando por mi espalda. Lo comenté en familia y a todo el mundo le pareció muy bien que fuera. De esta, me dijeron, se te irán definitivamente todos los miedos.     

Me temblaban las piernas, subía la escalerilla pensando que, de un momento a otro, iba a caerme. La boca oscura del avión quería engullirme y de nada me servía la sonrisa abierta de la azafata que nos esperaba. Sentada en mi asiento pensaba que luego tendría que volver de la misma manera; aún no nos habíamos ido y yo ya estaba pensando en volver. Todo fue bien y empezaba a relajarme diciéndome que era tonta, que no pasaba nada y hasta incluso era divertido. Mi jefe me miraba de reojo, sabía perfectamente lo que me pasaba. No faltaba mucho para llegar a Heathrow, cuando el cielo se puso negro y unas nubes espesas nos cubrieron. El avión empezó a dar botes y subía y bajaba como si fuera un tiovivo. Me agarré a los brazos de mi butaca, me puse el cinturón y me despedí de este mundo para siempre. Luego agarré a mi jefe de la mano y después del brazo, sin saber lo que hacía. Ya parará, me decía, pero no se calmaba. Cuando ya iniciábamos la maniobra de aproximamiento dimos dos brincos y todo el fuselaje pareció que iba a soltarse pieza a pieza. Entonces el corazón empezó a palpitarme a cientos de pulsaciones y yo empecé a gritar como una loca, quería levantarme, salir de allí, quería que aquel avión tomara tierra de una vez y se acabara todo aquello. Mi jefe me sujetaba con fuerza y yo le arañé en la cara y le mordí una mano.       Hice el ridículo más grande así que para volver me tomé medio tubo de pastillas y acabé dormida. Mi jefe me dijo que no podría viajar con él en esas condiciones y me destinó a labores menos importantes. Mi marido acabó por confesarme que estaba muy cansado de todo aquello y mi hijo aseguró que no se podía vivir conmigo, que siempre estaba igual. Así que me fui a dar un paseo muy largo y pensé, estuve pensando mucho tiempo.     

Y aquí estoy, tumbada en este canapé, mirando al techo, contándole todo esto. Siempre pensé que lo que me pasaba era inevitable, no era capaz de darme cuenta de que no era así. Por eso estoy aquí, usted es psicólogo, espero que pueda ayudarme.
      



      

1 comentario:

Anónimo dijo...

Ha mejorado mucho. Felicidades, yo ya sabía que ahí había un buen relato.

Sacra.