La claridad del
sol naciente se extiende por el horizonte y poco a poco, ilumina los campos y
las aguas del río que, justo delante de la casa, se remansan formando un
pequeño lago donde suelo ir a bañarme. Hoy he madrugado mucho, la noche ha sido
larga debido al insomnio y he pensado que tal vez esta sea la última ocasión de
ver amanecer en este rincón de China. Voy a irme justo ahora que, por fin, he
conseguido permanecer sentado en la postura del loto sin que las piernas se me
queden dormidas. Recuerdo los primeros tiempos cuando, al ir a levantarme, me
daba cuenta de que iba a caerme pues no las sentía hasta pasados unos minutos.
Lo mismo me sucedió con los palillos a la hora de comer. Había hecho prácticas,
pero no contaba con la variedad de tamaños y formas de que está compuesta la
comida china y de mi torpeza para las cosas delicadas.
Estuve un año
trabajando en mi ciudad, en España, hasta que reuní dinero suficiente. Terminé
mis estudios de ingeniería e hice lo que siempre había soñado: tomarme un año
sabático y viajar. China siempre me había atraído, por eso vine aquí. Pero no
deseaba pasearme por Pekin o Shanghái, sino adentrarme por el interior, por aldeas
perdidas donde yo intuía que aún perduraba la China de mis lecturas, la que me
parecía más auténtica, la que podría ofrecerme algo diferente a las ciudades
del mundo, todas semejantes, todas caóticas. Recorrí el país durante dos meses;
era tal como lo había soñado, me paraba donde me sentía a gusto y luego de un
poco de descanso y aprovisionamiento, seguía mi viaje, hasta que llegué a
Zhaoxing. Alguien me
había recomendado encarecidamente que fuera a ver aquella pequeña aldea
habitada por la minoría dong, que se encuentra en los límites de la provincia
de Guizhou, a un paso de la provincia de Guangxi.
El paisaje era de tal belleza que me paré
a contemplarlo largamente. Las casas se erigían sobre pilotes de madera y
podían ser de una o dos plantas. Sobre ellas sobresalían múltiples torres.
Luego supe que cada familia poseía una. El río bajaba pacífico partiendo en dos
el poblado y sobre él un hermoso puente de madera que unía ambas orillas de
nuevo. Aquellas gentes se dedicaban a la agricultura, fundamentalmente al
cultivo del arroz. Luego pude comprobar que cantaban, pintaban con color,
hacían poesía y sobre todo, hacía preciosos bordados, trenzaban bambú o mimbre
y otras tareas manuales que eran reconocidas por su peculiaridad.
Yo iba de paso, quería seguir mi camino
hasta recorrer el país de un lado a otro. Y entonces conocí a Jie. Estaba
sentada en uno de los bancos que se encontraban bajo el techado de ladrillos
rojos que cubría el puente. Nos miramos con curiosidad, ella era menuda,
parecía una delicada muñeca de cera y sus ojos negros eran como cristal
brillante, llenos de vida. Me senté a su lado. No me sentí extraño y al parecer
ella tampoco, era como si ya nos hubiéramos visto en otra vida. Me explico, en
un inglés bastante aceptable, que aquellos asientos estaban allí para poder
descansar contemplando la belleza del río, las montañas, las plantaciones de
arroz y la aldea. Le gustaba disfrutar de todo aquello. Le expliqué que estaba
de paso y que buscaba un lugar donde quedarme, quizá un par de noches. Me
ofreció su casa. Y así sucedió todo. Me quedé con ella. Durante este tiempo la
contemplaba sin cansarme, con la sensación de que debía guardar el recuerdo
bien grabado en mi retina. Se me entregó con total sencillez, parecía que había
nacido para ser mía y que después desaparecería como la luz transparente de una
estrella fugaz.
Ahora ha llegado el momento: tengo que
tomar una decisión y apenas puedo pensar en ello porque algo atraviesa mi
corazón y lo parte en dos. Jie, como todos los días, se ha ido a la aldea,
trabaja como ayudante del alcalde y no vendrá hasta la hora de comer. Yo tengo
que irme, mi dinero se está acabando y tengo que pensar lo que voy a hacer con
el resto de mi vida. No estoy seguro de querer pasarla en un lugar como este,
hermoso y misterioso, pero lejos de todo lo que se mueve por el mundo. El
recuerdo de Jie me asalta continuamente: su espalda erguida, el cuello
largo y fino, el pelo sujeto en un moño bajo, atado con un lazo de raso de
colores alegres. Sus pasitos lentos cuando, en casa, se viste a la antigua, sus
piececitos cubiertos por los calcetines blancos. Su cabeza junto a la mía en el
colchón sobre el suelo. Y sus piernas rodeando mi espalda, sus suspiros, la
dulzura de sus labios con aquel sabor a especias y los ojos abiertos,
sorprendidos y extasiados. Dice que me comprende, pero sé que su corazón se
romperá en mil pedazos. También el mío.
El sol brilla ya en el cielo, en los
campos hay gente con las espaldas inclinadas trabajando en los arrozales. Alguien
atraviesa el puente corriendo y sube por la cuesta hacia la casa. Es Jie que
esta noche ha dormido en la de su madre que está indispuesta. Cuando me ve de
pie ante la puerta aún corre más. Yo le salgo al encuentro y la acojo en mis
brazos y la beso y seco con mis labios sus lágrimas. Se agarra a mí como a un
salvavidas y sollozando me dice: ¡Pensé que ya te habrías ido!
Vuelvo a abrazarla, la tomo en brazos y
entramos en la casa, la llevo al lecho y la voy desnudando despacio, ella se
deja hacer mirándome confiada a los ojos. La amo.
2 comentarios:
Hermoso texto, Rosa. Intenso y un poco triste. Delicado como todo lo que escribes.
Muchas gracias Antonio, me alegra que te haya gustado porque conozco tu buen gusto en todo.
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